Mauricio Víquez Lizano

Mauricio Víquez Lizano

Hace algunos días tuve ocasión de oírle a Mercedes Sosa su versión de El Otro País. Una canción que hoy día, en un país con 21% de personas en la miseria, nos debe sonar a muchas cosas.
En la canción de Mercedes el otro país pasa hambres, camina descalzo, duerme en el andén y no tiene a qué puerta golpear para pedir auxilio. En nuestra realidad el otro país duerme en las aceras de la capital, vive en tugurios, deserta de la escuela y espera diez años por un examen médico urgente.
Mercedes Sosa habla del otro país que carece de libertad y lo asola la impunidad. En nuestra sociedad el otro país sufre de la posibilidad de ser escuchado adecuadamente y lo asola la inseguridad.
Mas la canción a la que aquí nos referimos tiene un elemento de esperanza. Habla de alguien que trae esperanza, con el puño alzado y los pañuelos blancos se animan y lo reciben con esperanza.
Ese que viene tiene un sueño y desea luchar por él pues se lo cree y lo ama. La ilusión le mueve. Las carencias del otro país lo animan.
En este país ese “che compañero”, del que habla Mercedes Sosa en su canción, ¿dónde estará entre nosotros?
Desde hace ya muchos años carecemos de una esperanza así. Hace mucho que el otro país, el miserable y vulnerable, no tienen en quien creer ni en torno a quien ondear blancos pañuelos.
El otro país sigue sufriendo y  espera. Hace filas, es maltratado y sigue esperando. Cada cuatro años lo engañan y sigue esperando.
¿Será que ese que pelea para defender el sueño de un mundo mejor surgirá pronto? ¿Será que el otro país nuestro que espera, sufre y padece dejará algún día de seguir esperando y podrá confiar en alguien que le devuelva la capacidad de creer?
Yo ciertamente confío en que podremos contemplar a un costarricense que surja de entre sus hermanos y llegue para marcar el rumbo, atraer tiempos mejores y para señalar una ruta marcada por la lucha honesta por el bien común, los interés de los sin voz y por la recuperación de nuestra identidad y orgullo nacional.
De momento no hay ese en quien se pueda creer. Solo existe ese otro país que sigue cargando sobre sus hombres la pobreza, el hambre y la deserción del sistema educativo. Ese otro país está ahí y padece y espera. ¿Tendrá tanto ánimo para seguir en esas? Es una pregunta que debemos hacernos aquí y ahora.
Hace algunos días tuve ocasión de oírle a Mercedes Sosa su versión de El Otro País. Una canción que hoy día, en un país con 21% de personas en la miseria, nos debe sonar a muchas cosas.
Hace algunos días tuve ocasión de escuchar una historia que, por lo que enseña, me parece ideal poder compartirla.
Esa historia tiene que ver con un aprendiz de leñador. Joven y hábil aprendió muy pronto de su maestro todos los trucos y hasta pensó en poder aventajar a su instructor si en algún momento pudieran competir talando árboles del voluminoso bosque en que vivían y que, de paso, les daba de comer.
Anualmente, aquella comuna organizaba una competencia. El joven aprendiz pensó que ya era tiempo de mostrar cuánto había aprendido. Se anotó y, al final del plazo establecido, notó que su único competidor era, precisamente, su maestro.
El día de la competición se lanzó el joven con todo a vencer a su preceptor. No dudaba que vencería.
Al final, recibió la mala noticia de que su maestro, le había vencido.  De inmediato reclamó y llegó a decir que le extrañaba el resultado porque cada vez que, durante la competencia, miraba a su rival, éste descansaba.
Más sin embargo, el leñador curtido y experto que era su maestro le hizo ver lo siguiente: -Cuando me mirabas no descansaba, sino que afilaba el hacha.
Hasta aquí la historia.
Me parece un relato útil y digno de ser contado aquí porque hoy día ese detenerse y afilar el hacha parece ser algo que deberíamos hacer también nosotros y con frecuencia lo olvidamos. Acabamos cortando los árboles con instrumentos inadecuados, poco afilados y que, a la postre, hacen más difícil la tarea.
Afilar el hacha con frecuencia sería, en este aquí y ahora nuestro, por ejemplo, cuidar la propia salud con más atención y detalle de lo que hasta ahora lo hacemos.
Afilar el hacha, también, podría ser hoy cuidar la vida en familia y no desatender los deberes vinculados con las propias responsabilidades y el rol concreto que nos corresponde en el marco de nuestros seres queridos.
Afilar el hecha, obviamente, también sería atender nuestra formación permanente, lo mismo que el desarrollo de nuestras virtudes humanas en el contexto de nuestra labor profesional y del trabajo de cada día. Y, obviamente, afilar el hacha hoy también sería potenciar nuestra virtudes patrias para ser cada día ciudadanas y ciudadanos más responsables y maduros.
Imitar al maestro de la historia es, como se ve, muy útil. Lo fue en su momento para él mismo y lo puede ser también para nosotros. El tema es no apresurarnos y detenernos a menudo a afilar lo más importante que tenemos: la salud, la vida en familia, la propia formación o nuestro rol responsable de ciudadanos.
Hace algunos días tuve ocasión de escuchar una historia que, por lo que enseña, me parece ideal poder compartirla.
Esa historia tiene que ver con un aprendiz de leñador. Joven y hábil aprendió muy pronto de su maestro todos los trucos y hasta pensó en poder aventajar a su instructor si en algún momento pudieran competir talando árboles del voluminoso bosque en que vivían y que, de paso, les daba de comer.
Hace algunas semanas escribí un  breve comentario que hacía referencia a algo que llamaba Feolandia. Hice referencia allí a lo peor de nuestra realidad local. Puse de relieve la dificultad que poseo para comprender cómo se vive tan feliz en un país tan lleno de oscuras realidades, tanta pobreza y la ineficacia gubernamental más atroz.
En esa ocasión muchos ciudadanos hicieron ver su beneplácito ante mis líneas; mas no faltó el que se molestó un poco e hizo ver su descontento ante lo que yo afirmaba, pues, a su parecer, agredía la identidad nacional.
En estos días se ha venido el último informe del Estado de la Nación. El panorama no puede ser más desolador. Las oscuridades de que hablaba en mi anterior comentario han aumentado casi a negreguras y el panorama empeora y empeora irremediablemente.
Curiosamente, cada vez que se da a conocer ese informe quedamos perplejos, pero parece que nadie se interesa por hacer nada. Una y otra vez se anuncia el apocalíptico futuro que nos espera si no reaccionamos y, del modo más desesperante, nadie llamado a reaccionar, a tomar decisiones y a realizar golpes de timón hacen, al menos, algo para detener el desastre.
Estamos en ruta al despeñadero. Nadie con un poco de sentido común, en el más cartesiano de los sentidos, lo puede  negar.
Ese 21% de familias en miseria duele en el corazón de la conciencia nacional hasta lo más profundo.
Esa enorme cantidad de jóvenes que no pueden estudiar por falta de dinero en sus hogares, resultan una cifra que a un plazo  no muy lejano pagaremos carísimo.
La decepción que muestra la ciudadanía ante la gestión pésima de la clase dirigente costarricense desde los años noventa a la fecha, es especialmente dramática y con consecuencias que, ciertamente, aún no podemos ni imaginar.
El deterioro de todo y en todos los órdenes es de tal envergadura que, sin temor a exagerar, contemplamos las ruinas de lo que algún día fue. Ante nuestra vista está la realidad de un país que hoy se ve superado por muchos en la región, por países que en otros tiempos marchaban por los índices del desarrollo y el  bienestar integral muy lejos con respecto a los nuestros. Pero esos, sin duda, eran otros tiempos, muy antes de que empezáramos nuestra caída libre hacia el deterioro de toda nuestra infraestructura, del aumento desmedido de la miseria y la vulnerabilidad, de la crisis del sistema presidencialista y de la falta de sentido común y de decencia.
Efectivamente, vamos en caída libre y al frente, en la cabina de la nave, no hay ni capitán, ni piloto ni nada. ¿Reaccionaremos? Ojalá, pero todos esperamos que ello no sea demasiado tarde.
Hace algunas semanas escribí un  breve comentario que hacía referencia a algo que llamaba Feolandia. Hice referencia allí a lo peor de nuestra realidad local. Puse de relieve la dificultad que poseo para comprender cómo se vive tan feliz en un país tan lleno de oscuras realidades, tanta pobreza y la ineficacia gubernamental más atroz.
Sé de un país que se llama Feolandia. En ese país, curiosamente, se dice que sus habitantes son felices.
Es extraño que eso pase pues en Feolandia nada funciona. Se afirma que es un país en que se protege el medio pero los parques nacionales, logro de otros tiempos y algunos hombres visionarios, se deterioran a ojos vista.
En Feolandia se habla de una equidad que no es demasiado notoria a simple viste. Es más, ni siquiera sus habitantes la perciben mucho pero, sin embargo, ellos dicen ser felices.
Por otra parte, en Feolandia casi todo lo público hace honor al nombre del país, pues tiende a ser feo, malo e ineficiente. Los servicios que da el gobierno de Feolandia siempre son de mala calidad, a destiempo o bien, marcados por la ineficacia y la lentitud mas asombrosa.
Las ciudades de este extraño país son horribles. Son sucias, desordenadas, congestionadas, contaminadas, en fin, caóticas. Cualquiera que pasee por una de ellas pronto se pierde, corre alto riesgo de ser asaltado o sufrir alguna grave lesión en un hueco de acera, alguna alcantarilla sin tapa o un indigente que duerme plácidamente en media acera todo el día sin que ninguna autoridad lo note.
En Feolandia las gentes felices que dicen vivir en él, además, temen de frente a la violencia urbana, los turistas no saben ya cómo protegerse y, de paso, padecen a diario una suerte de transporte público, literalmente, de susto.
En este raro país de gente feliz y en el que nada es como debe ser, las calles son de lo peor, los puertos son los peores de la región y el sistema de salud parece que siempre está al borde del colapso. Obviamente, en ese contexto, se puede sospechar que, en ese país de gente que se dice feliz, la corrupción galopa y solo pagan por ella los que no pueden mostrarse poderosos.
Pero Feolandia tiene otras características dramáticas. Poco a poco parece renunciar a los valores que construyeron su idiosincrasia y, como si eso fuera poco, descuida la familia, atenta a diario contra ella y ahora hasta desea poner en peligro la misma vida humana no nacida.
Feolandia es, también, un país sin memoria histórica, tomado por algunas minorías intrascendentes que los medios destacan a todas horas y, además, cuenta con un gobierno que no  logra dar pasos, enredado en su misma maraña, corriendo el riesgo de hacer menos felices a los habitantes de un país que, a pesar de todo, parecen felices, aunque ni siquiera ya consuman lo que producen y maltraten a los aún desean labrar nuestra tierra fecunda.
A veces se da uno a la tarea de pensar si los habitantes de Feolandia no seremos un poco cínicos, en el sentido griego del término. Puede que sí y eso estaría muy pero muy mal.
Sé de un país que se llama Feolandia. En ese país, curiosamente, se dice que sus habitantes son felices.
Es extraño que eso pase pues en Feolandia nada funciona. Se afirma que es un país en que se protege el medio pero los parques nacionales, logro de otros tiempos y algunos hombres visionarios, se deterioran a ojos vista.
Yo en estos días he visto algunas cosas que me llaman la atención. Aquí deseo hacer un recuento y agregar algunos comentarios.
Vi que a propósito de dos celebraciones litúrgicas católicas dos obispos católicos recordaron dos datos importantes: que las mujeres y los hombres son iguales pero diferentes y que, de paso, el sentido común habla de que las personas, hombres y mujeres, deben aprender a vestir según las circunstancias. En otras palabras, que el pudor y el recato con valores que siguen valiendo.
También he visto cómo, inteligentemente, colectivos pequeños e instituciones públicas bastante irrelevantes, han procedido aprovechando aquello de que la mejor manera de obtener publicidad gratis es atacando a la Iglesia. Lo hicieron y algunos medios de comunicación les prodigaron un espacio que, probablemente, ni con muchos millones hubieran podido lograr en los ‘mass media’.
Vi más cosas. También vi cómo personas que no son ni católicas y muy cercanas a agrupaciones minoritarias nacionales o transnacionales, de repente, siguen de cerca el discurso católico en la liturgia y, pidiendo tolerancia y respeto, han caído en las expresiones más soeces imaginables que, a la postre, ofenden gravemente a mas del setenta por ciento de la población de este país.
Finalmente, vi la organización de una marcha que, tomando el nombre de otra realizada en un contexto absolutamente diferente al nuestro, forzando sentidos y agregando temas que nada tenían que ver con el motivo original, acabó realizándose en el nuestro Parque Central.
Vi cómo esa actividad reunió a un puñado de personas que, a duras penas llenó la zona este del parque y que cayó en todos los excesos que podemos imaginar: nudismo, frases provocativas tomadas de anticlericales españoles de los años treinta y cuarenta, sacrilegios y la referencia a una serie de temas que nada tenían que ver con la idea original de los organizadores de ese infortunado evento.
Al pedir apertura y respeto, exigían el fuego a los templos. Al pedir respeto, pedían la cabeza del clero y de los fieles de la Iglesia. Al protestar por las normas de la decencia, optaron por desnudarse en las gradas de kiosco del Parque Nacional.
Es muy de lamentar que hay medios de comunicación nacionales que crean que es bueno alentar este tipo de sombrías actividades. Que es interesante, además, apoyar personas que no muestran el más mínimo respeto a lo que la mayoría de los costarricenses creemos y que son capaces hasta de proceder sacrílegamente burlándose del modo más vulgar,  incluso, de la imagen de la patrona oficial de nuestra patria.
Es peligro andar por esta vía. Se tocan sentimientos que, en la historia, han llevado a sacar las peores fuerzas internas del ser humano. Esto no lo deben olvidar estos medios de comunicación que, a la postre, pueden ser los que hagan de detonantes de una criatura que a todos puede salir demasiado cara.
Es lo que vi, es lo que pienso.
Yo en estos días he visto algunas cosas que me llaman la atención. Aquí deseo hacer un recuento y agregar algunos comentarios.
Vi que a propósito de dos celebraciones litúrgicas católicas dos obispos católicos recordaron dos datos importantes: que las mujeres y los hombres son iguales pero diferentes y que, de paso, el sentido común habla de que las personas, hombres y mujeres, deben aprender a vestir según las circunstancias. En otras palabras, que el pudor y el recato con valores que siguen valiendo.

Hemos contemplado en estos días una verdadera tragedia en Noruega que solo merece nuestro repudio y nuestra tristeza. Un acontencimiento bastante difícil de comprender. Parece sin pies ni cabeza.

 

El asesino es un personaje que ha salido de la nada. Un desconocido que, con solo un mensaje en su página de Twitter, hacer ver que considera que es valioso tener convicciones.

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Hace pocos días se nos recordaba un término que algunos, incluso, han considerado  ya en desuso. Se trata de la palabra “acedia”.
Montserrat Solano (Foro, La Nación, 6-4-11, p.32A) nos redescubre un término que, vinculado de alguna manera a la tradición monástica, hace referencia a un vicio que paraliza el querer de las gentes, hace temer actuar, desespera, mata la devoción y el buen ánimo emprendedor y, finalmente, está en el punto de partida de la tristeza, de esa aflicción que, con mucha frecuencia, aniquila al ser humano mismo.
Casiano decía que se trata de un “tedio y ansiedad del corazón que afecta a los anacoretas y a los monjes”. El cartujo Guigues dirá que es como una inercia, una flojera, un fastidio que ataca el interior. Juan Damasceno define la acedia como "una especie de tristeza deprimente".
Tomás de Aquino, sistematizando muchas de las cosas dichas antes de él, agrega consecuencias de esta realidad que aquí comentamos. Este intelectual y singular dominico afirma que la acedia es capaz de generar cierta desesperación, poco ánimo para enfrentar grandes retos, una cierta amargura marcada por los resentimientos y, además, una fuerte tendencia a hacer opciones por vías peligrosas y no siempre edificantes o coherentes con la propia naturaleza.
Más aquel mal no se quedó detrás de las puertas que cerraron la Edad Media. El aburrimiento, el desánimo y la desesperación han campeado por los llanos y altos de nuestra historia desde entonces. Y lo que es peor es que, poco a poco, se ha ido asentando en el corazón de las nuevas generaciones. Las decepciones, el engaño, la caída de los ideales no hacen otra cosa que ser buen y eficaz abono de eso que llamamos acedia y que no hace sino crecer en este mismo aquí y ahora de nuestro andar por la historia.
La solución, recurriendo a Dante y a don Luigi Giussani es fortalecer el anhelo y, por supuesto, levantar la calidad de aquello que se desea.
Dice el poeta: “¡Oh almas en quienes un fervor ardiente/rehace quizás la negligencia y la tardanza/que por tristeza empleásteis en el bien!/”
Y le responden: “Estamos tan llenos de deseos de avanzar/que detenernos no podemos”. Ciertamente, allí está el punto. A menos que tengamos algo que valga la pena qué anhelar y una causa sólida qué defender, la acedia seguirá pesando sobre nosotros.
Obviar el hacer referencia a esta realidad llamada acedia no ayuda en nada a nadie. Horacio Bojorge escribe al respecto: “la acedia abunda en nuestra civilización en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta en forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede describirse –verdaderamente- una auténtica y propia civilización de la acedia”.
Enfrentar esa civilización que hoy marca a tantos y tantos y, a veces, tan jóvenes, se impone como una urgencia. Hemos de poner de nuestra parte potenciando el anhelo y el deseo de algo que, como parece resultar obvio, va más allá de lo puramente  mundano.
Hace pocos días se nos recordaba un término que algunos, incluso, han considerado  ya en desuso. Se trata de la palabra “acedia”.
Montserrat Solano (Foro, La Nación, 6-4-11, p.32A) nos redescubre un término que, vinculado de alguna manera a la tradición monástica, hace referencia a un vicio que paraliza el querer de las gentes, hace temer actuar, desespera, mata la devoción y el buen ánimo emprendedor y, finalmente, está en el punto de partida de la tristeza, de esa aflicción que, con mucha frecuencia, aniquila al ser humano mismo.