Hace algunas semanas escribí un breve comentario que hacía referencia a algo que llamaba Feolandia. Hice referencia allí a lo peor de nuestra realidad local. Puse de relieve la dificultad que poseo para comprender cómo se vive tan feliz en un país tan lleno de oscuras realidades, tanta pobreza y la ineficacia gubernamental más atroz.
En esa ocasión muchos ciudadanos hicieron ver su beneplácito ante mis líneas; mas no faltó el que se molestó un poco e hizo ver su descontento ante lo que yo afirmaba, pues, a su parecer, agredía la identidad nacional.
En estos días se ha venido el último informe del Estado de la Nación. El panorama no puede ser más desolador. Las oscuridades de que hablaba en mi anterior comentario han aumentado casi a negreguras y el panorama empeora y empeora irremediablemente.
Curiosamente, cada vez que se da a conocer ese informe quedamos perplejos, pero parece que nadie se interesa por hacer nada. Una y otra vez se anuncia el apocalíptico futuro que nos espera si no reaccionamos y, del modo más desesperante, nadie llamado a reaccionar, a tomar decisiones y a realizar golpes de timón hacen, al menos, algo para detener el desastre.
Estamos en ruta al despeñadero. Nadie con un poco de sentido común, en el más cartesiano de los sentidos, lo puede negar.
Ese 21% de familias en miseria duele en el corazón de la conciencia nacional hasta lo más profundo.
Esa enorme cantidad de jóvenes que no pueden estudiar por falta de dinero en sus hogares, resultan una cifra que a un plazo no muy lejano pagaremos carísimo.
La decepción que muestra la ciudadanía ante la gestión pésima de la clase dirigente costarricense desde los años noventa a la fecha, es especialmente dramática y con consecuencias que, ciertamente, aún no podemos ni imaginar.
El deterioro de todo y en todos los órdenes es de tal envergadura que, sin temor a exagerar, contemplamos las ruinas de lo que algún día fue. Ante nuestra vista está la realidad de un país que hoy se ve superado por muchos en la región, por países que en otros tiempos marchaban por los índices del desarrollo y el bienestar integral muy lejos con respecto a los nuestros. Pero esos, sin duda, eran otros tiempos, muy antes de que empezáramos nuestra caída libre hacia el deterioro de toda nuestra infraestructura, del aumento desmedido de la miseria y la vulnerabilidad, de la crisis del sistema presidencialista y de la falta de sentido común y de decencia.
Efectivamente, vamos en caída libre y al frente, en la cabina de la nave, no hay ni capitán, ni piloto ni nada. ¿Reaccionaremos? Ojalá, pero todos esperamos que ello no sea demasiado tarde.
Hace algunas semanas escribí un breve comentario que hacía referencia a algo que llamaba Feolandia. Hice referencia allí a lo peor de nuestra realidad local. Puse de relieve la dificultad que poseo para comprender cómo se vive tan feliz en un país tan lleno de oscuras realidades, tanta pobreza y la ineficacia gubernamental más atroz.
En esa ocasión muchos ciudadanos hicieron ver su beneplácito ante mis líneas; mas no faltó el que se molestó un poco e hizo ver su descontento ante lo que yo afirmaba, pues, a su parecer, agredía la identidad nacional.
En estos días se ha venido el último informe del Estado de la Nación. El panorama no puede ser más desolador. Las oscuridades de que hablaba en mi anterior comentario han aumentado casi a negreguras y el panorama empeora y empeora irremediablemente.
Curiosamente, cada vez que se da a conocer ese informe quedamos perplejos, pero parece que nadie se interesa por hacer nada. Una y otra vez se anuncia el apocalíptico futuro que nos espera si no reaccionamos y, del modo más desesperante, nadie llamado a reaccionar, a tomar decisiones y a realizar golpes de timón hacen, al menos, algo para detener el desastre.
Estamos en ruta al despeñadero. Nadie con un poco de sentido común, en el más cartesiano de los sentidos, lo puede negar.
Ese 21% de familias en miseria duele en el corazón de la conciencia nacional hasta lo más profundo.
Esa enorme cantidad de jóvenes que no pueden estudiar por falta de dinero en sus hogares, resultan una cifra que a un plazo no muy lejano pagaremos carísimo.
La decepción que muestra la ciudadanía ante la gestión pésima de la clase dirigente costarricense desde los años noventa a la fecha, es especialmente dramática y con consecuencias que, ciertamente, aún no podemos ni imaginar.
El deterioro de todo y en todos los órdenes es de tal envergadura que, sin temor a exagerar, contemplamos las ruinas de lo que algún día fue. Ante nuestra vista está la realidad de un país que hoy se ve superado por muchos en la región, por países que en otros tiempos marchaban por los índices del desarrollo y el bienestar integral muy lejos con respecto a los nuestros. Pero esos, sin duda, eran otros tiempos, muy antes de que empezáramos nuestra caída libre hacia el deterioro de toda nuestra infraestructura, del aumento desmedido de la miseria y la vulnerabilidad, de la crisis del sistema presidencialista y de la falta de sentido común y de decencia.
Efectivamente, vamos en caída libre y al frente, en la cabina de la nave, no hay ni capitán, ni piloto ni nada. ¿Reaccionaremos? Ojalá, pero todos esperamos que ello no sea demasiado tarde.