Martes, 19 Julio 2011 04:40

La acedia y sus soluciones.

Hace pocos días se nos recordaba un término que algunos, incluso, han considerado  ya en desuso. Se trata de la palabra “acedia”.
Montserrat Solano (Foro, La Nación, 6-4-11, p.32A) nos redescubre un término que, vinculado de alguna manera a la tradición monástica, hace referencia a un vicio que paraliza el querer de las gentes, hace temer actuar, desespera, mata la devoción y el buen ánimo emprendedor y, finalmente, está en el punto de partida de la tristeza, de esa aflicción que, con mucha frecuencia, aniquila al ser humano mismo.
Casiano decía que se trata de un “tedio y ansiedad del corazón que afecta a los anacoretas y a los monjes”. El cartujo Guigues dirá que es como una inercia, una flojera, un fastidio que ataca el interior. Juan Damasceno define la acedia como "una especie de tristeza deprimente".
Tomás de Aquino, sistematizando muchas de las cosas dichas antes de él, agrega consecuencias de esta realidad que aquí comentamos. Este intelectual y singular dominico afirma que la acedia es capaz de generar cierta desesperación, poco ánimo para enfrentar grandes retos, una cierta amargura marcada por los resentimientos y, además, una fuerte tendencia a hacer opciones por vías peligrosas y no siempre edificantes o coherentes con la propia naturaleza.
Más aquel mal no se quedó detrás de las puertas que cerraron la Edad Media. El aburrimiento, el desánimo y la desesperación han campeado por los llanos y altos de nuestra historia desde entonces. Y lo que es peor es que, poco a poco, se ha ido asentando en el corazón de las nuevas generaciones. Las decepciones, el engaño, la caída de los ideales no hacen otra cosa que ser buen y eficaz abono de eso que llamamos acedia y que no hace sino crecer en este mismo aquí y ahora de nuestro andar por la historia.
La solución, recurriendo a Dante y a don Luigi Giussani es fortalecer el anhelo y, por supuesto, levantar la calidad de aquello que se desea.
Dice el poeta: “¡Oh almas en quienes un fervor ardiente/rehace quizás la negligencia y la tardanza/que por tristeza empleásteis en el bien!/”
Y le responden: “Estamos tan llenos de deseos de avanzar/que detenernos no podemos”. Ciertamente, allí está el punto. A menos que tengamos algo que valga la pena qué anhelar y una causa sólida qué defender, la acedia seguirá pesando sobre nosotros.
Obviar el hacer referencia a esta realidad llamada acedia no ayuda en nada a nadie. Horacio Bojorge escribe al respecto: “la acedia abunda en nuestra civilización en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta en forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede describirse –verdaderamente- una auténtica y propia civilización de la acedia”.
Enfrentar esa civilización que hoy marca a tantos y tantos y, a veces, tan jóvenes, se impone como una urgencia. Hemos de poner de nuestra parte potenciando el anhelo y el deseo de algo que, como parece resultar obvio, va más allá de lo puramente  mundano.
Hace pocos días se nos recordaba un término que algunos, incluso, han considerado  ya en desuso. Se trata de la palabra “acedia”.
Montserrat Solano (Foro, La Nación, 6-4-11, p.32A) nos redescubre un término que, vinculado de alguna manera a la tradición monástica, hace referencia a un vicio que paraliza el querer de las gentes, hace temer actuar, desespera, mata la devoción y el buen ánimo emprendedor y, finalmente, está en el punto de partida de la tristeza, de esa aflicción que, con mucha frecuencia, aniquila al ser humano mismo.
Casiano decía que se trata de un “tedio y ansiedad del corazón que afecta a los anacoretas y a los monjes”. El cartujo Guigues dirá que es como una inercia, una flojera, un fastidio que ataca el interior. Juan Damasceno define la acedia como "una especie de tristeza deprimente".
Tomás de Aquino, sistematizando muchas de las cosas dichas antes de él, agrega consecuencias de esta realidad que aquí comentamos. Este intelectual y singular dominico afirma que la acedia es capaz de generar cierta desesperación, poco ánimo para enfrentar grandes retos, una cierta amargura marcada por los resentimientos y, además, una fuerte tendencia a hacer opciones por vías peligrosas y no siempre edificantes o coherentes con la propia naturaleza.
Más aquel mal no se quedó detrás de las puertas que cerraron la Edad Media. El aburrimiento, el desánimo y la desesperación han campeado por los llanos y altos de nuestra historia desde entonces. Y lo que es peor es que, poco a poco, se ha ido asentando en el corazón de las nuevas generaciones.
Las decepciones, el engaño, la caída de los ideales no hacen otra cosa que ser buen y eficaz abono de eso que llamamos acedia y que no hace sino crecer en este mismo aquí y ahora de nuestro andar por la historia.
La solución, recurriendo a Dante y a don Luigi Giussani es fortalecer el anhelo y, por supuesto, levantar la calidad de aquello que se desea.
Dice el poeta: “¡Oh almas en quienes un fervor ardiente/rehace quizás la negligencia y la tardanza/que por tristeza empleásteis en el bien!/”
Y le responden: “Estamos tan llenos de deseos de avanzar/que detenernos no podemos”. Ciertamente, allí está el punto. A menos que tengamos algo que valga la pena qué anhelar y una causa sólida qué defender, la acedia seguirá pesando sobre nosotros.
Obviar el hacer referencia a esta realidad llamada acedia no ayuda en nada a nadie. Horacio Bojorge escribe al respecto: “la acedia abunda en nuestra civilización en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta en forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede describirse –verdaderamente- una auténtica y propia civilización de la acedia”.
Enfrentar esa civilización que hoy marca a tantos y tantos y, a veces, tan jóvenes, se impone como una urgencia. Hemos de poner de nuestra parte potenciando el anhelo y el deseo de algo que, como parece resultar obvio, va más allá de lo puramente  mundano.