Mauricio Víquez Lizano
En plan de repaso y casi de ubicarnos de cara a conceptos que, por costumbre, damos por sabidos, vale la pena que miremos un poco “a mano alzada” algunos vistazos previos a conceptos que, para efectos de este comentario, necesitamos tener claros.
Primero, vale la pena que recordemos que cuando hablamos del régimen presidencial, éste comenzó su andadura desde 1787, cuando la Constitución de Estado Unidos pensó en un régimen que, presuponiendo separación de poderes, considerara la figura de una jefe de Estado que, siendo a la vez jefe de Gobierno, no fuera designado por el Parlamento, sino por el voto universal de los ciudadanos sea éste, de modo directo, o bien, de modo indirecto.
Aquí el presidente es una figura que, normalmente, cuenta con prerrogativas y atribuciones importantes de las que debe dar cuentas periódicamente a la Nación en la cual, como se sabe, reside la soberanía.
El gobierno, también en condiciones normales, comprende -en el contexto presidencial democrático- al poder legislativo y al presidente con su gabinete de colaboradores. Éste cuenta, en la mayoría de los casos, con una bancada legislativa considerable que le facilita surcar los caminos que se ha propuesto desde que propuso su nombre al electorado.
Obviamente, nos falta un elemento: la oposición. Debbasch y Daudet afirman acerca de ella que es “el conjunto de personas, grupos o partidos que en un momento determinado, son hostiles en todo o en parte a la política gubernamental”.
Teniendo en cuenta lo anterior, es claro que el presidente ha de gobernar, el gabinete debe ser idóneo y ayudar a facilitar la gestión presidencial y, por otra parte, la asamblea legislativa debe hacer lo que le corresponde a partir de cuanto van siendo las pistas que el partido de gobierno va señalando, contando con la crítica más o menos moderada de la oposición. Esto parecería lo normal.
En nuestro país algunos aspectos de esa normalidad parece que no andan. El gabinete no parece lo suficientemente diestro, la asamblea y el partido de gobierno no logran empatar con las líneas que el ejecutivo dice tener y en general el panorama se complica a una Presidenta de la República que, una y otra vez, insiste en querer servir al país de la mejor manera posible.
Colaborar todos en andar por sendas democráticas normales parece imponerse como una necesidad. Asumir cada quien su rol correcto en el sistema político que vivimos resulta un imperativo. Evitar alegrarse de cuanto daña al bien común es profundamente adecuado. Aunar esfuerzos en torno a la Presidenta parece una urgencia que todos, incluyendo el poder de los medios de comunicación, nos hemos de tomar muy en serio, pues si la barca se hunde, todos absolutamente todos, pereceremos con ella.
En plan de repaso y casi de ubicarnos de cara a conceptos que, por costumbre, damos por sabidos, vale la pena que miremos un poco “a mano alzada” algunos vistazos previos a conceptos que, para efectos de este comentario, necesitamos tener claros.
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Es una realidad difícilmente discutible que, si algo tiene uno claro con respecto a las personas que se dicen no creyentes es, sin disimulos, la pésima impresión que poseen del cristianismo hasta el punto de deformarlo, caricaturizarlo y mostrarlo tan horrible que, ciertamente, nadie podría adherirse a eso que ellos denominan el camino enseñado por Jesús de Nazaret.
Gracias a Dios la manera de comprender el cristianismo de los no creyentes o agnósticos es falsa y rotundamente anuladora, pues si fuera realidad lo que dicen estas personas que dicen no creer, el camino propuesto por el Hijo de Dios encarnado sería inviable, su propuesta irrelevante y la respuesta que da a la pregunta sobre la plenitud humana, más que imposible.
Últimamente y a propósito de algunas mesas redondas en las que he tenido ocasión de participar, me ha quedado esto, que he dicho, muy claro. Hasta hace poco, conocía de oídas esta visión del cristianismo tan pobre y deformada que manejan los no creyentes o alejados pero ahora, luego de oír y oír, ya no me queda duda de que es una lamentable verdad.
Cuánta razón tenía el Patriarca Atenágoras cuando decía que él jamás creería en el Dios en que dicen no creer los ateos. Es cruel e inhumano. El Dios de la tradición cristiana no es así, todo lo contrario.
Por otra parte, la moral cristiana y el derecho canónico son, para estar personas lejanas de la fe y del conocimiento básico del cristianismo real, verdaderas cruces inaceptables. Más si uno les escucha con atención, se percibe que, en su perspectiva, se justifica tanta lejanía y hasta cierta alergia. La moral cristiana y el derecho de la Iglesia que dicen comprender los ateos no es más que una caricatura con respecto a lo que la realidad muestra.
En esta línea, como decía, brillan algunas intervenciones anticristianas en el marco de algunas mesas redondas en las que he participado y en más de un foro que se abierto en redes sociales a propósito del tema de la fecundación in Vitro. En los medios escritos resulta destacable, en esta línea, cuanto escribe Claudia Barrionuevo, cada vez, que en La República, hace alguna referencia acerca de la Iglesia, el cristianismo o los cristianos.
Ojalá que, de alguna manera, algún día logremos desde la Iglesia, hacernos entender adecuadamente y que, con actitudes más adecuadas, inteligentes y contextualizadas, procuremos que el Atrio de los gentiles sea más acogedor, formativo y capaz de suscitar diálogo adecuado y respetuoso. Por esta vía, todos ganaremos.
Es una realidad difícilmente discutible que, si algo tiene uno claro con respecto a las personas que se dicen no creyentes es, sin disimulos, la pésima impresión que poseen del cristianismo hasta el punto de deformarlo, caricaturizarlo y mostrarlo tan horrible que, ciertamente, nadie podría adherirse a eso que ellos denominan el camino enseñado por Jesús de Nazaret.
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Angela Vallvey, columnista de La Razón de España, recientemente escribía una columna titulada “Me ofende usted” y se refería a algunas expresiones inaceptables que, a lo largo de su mandato, ha tenido como costumbre el presidente del gobierno español.
Ya mirando el contexto costarricense y en la edición de La República del pasado 3 de mayo, aparece una nota periodística firmada por Natasha Cambronero, que se titula “Oficialismo responsabiliza a oposición por rumbo del país” y allí se dice que la bancada del partido de gobierno “responsabilizó a la oposición del rumbo que en adelante tome Costa Rica”.
Me parece que, perfectamente, luego de leer este criterio de los liberacionistas en la Asamblea Legislativa podríamos utilizar para titular la impresión que nos causa esa afirmación, el título de la columna de La Razón de que hablábamos antes.
Nos ofenden estas aseveraciones. Es la impresión que nos queda. La mínima inteligencia anima a rechazar como falacia cuanto la bancada de gobierno afirma de cara al futuro inmediato de nuestro país.
Lo ocurrido en el congreso, como ya se ha dicho en diferentes medios, fue como una crónica de una muerte anunciada. Los fallos en el manejo de la relación ejecutivo-legislativo de parte del Ministerio de la Presidencia, el protagonismo de la lucha prematura de tendencias en el seno de la fracción del Partido Liberación y algunas formas innecesarias de prepotencia, sumadas a la impericia mostrada por el Ejecutivo en estos últimos meses, son las causas que han llevado al revés dramático sufrido por el partido gobernante.
Mas, sin embargo, el Partido Liberación Nacional es el partido de gobierno y preside el Ejecutivo. Eso es claro. La gestión de la administración Chinchilla será juzgada por la historia por lo que se logre desde Zapote y no por lo que se deje hacer o se impida alcanzar desde Cuesta de Moras.
Si el control del directorio de la Asamblea lo perdió el oficialismo fue por su propia manera de proceder. Ni más ni menos. No se declinó nada, sencillamente se perdió. Pero el Ejecutivo es quien debe dar la cara ante la historia y la tiene muy difícil en este momento.
Decir que el problema del gobierno es, de ahora en adelante, “de otros”, resulta ser una afirmación que hiere la inteligencia de cualquier costarricense mínimamente enterado de los vaivenes de nuestra manera caótica de gestionar la res pública. Liberación está al frente del Ejecutivo, dejó al primer poder de la República en manos de una coalición débil y con enormes diferencias a su interior que pronto pueden comenzar a cobrar su tributo.
Como ha afirmado el anterior presidente de la Asamblea, ojalá la gestión de la alianza opositora sea exitosa. Este es un deseo que se impone de cara al bien común que es, como todos sabemos, el bien interno de la política. Ojalá también que el diálogo entre el poder Ejecutivo y el Legislativo sea fluido y resulte prioritario, para todos los partidos de nuestro plurifacético congreso, el interés de la Patria. Ojalá que sea así para evitar el caos y el malestar del pueblo.
Pero eso sí, que quede claro que el partido que gobierna es Liberación, que la noción de cogobierno es exagerada y que lo que ha perdido el gobierno por negociar mal en el Congreso no le exime de nada de cara a la historia. Indicar otra cosa nos ofendería.
Se impone hacer un alto, replantear la marcha y comenzar a tomarse en serio el dato de que gestionar el bienestar de los costarricenses es un asunto grave. Urgencias evidentes que, aparentemente, no están siendo aún muy bien comprendidas por lo que están al frente de los poderes del Estado.
Angela Vallvey, columnista de La Razón de España, recientemente escribía una columna titulada “Me ofende usted” y se refería a algunas expresiones inaceptables que, a lo largo de su mandato, ha tenido como costumbre el presidente del gobierno español.
Ya mirando el contexto costarricense y en la edición de La República del pasado 3 de mayo, aparece una nota periodística firmada por Natasha Cambronero, que se titula “Oficialismo responsabiliza a oposición por rumbo del país” y allí se dice que la bancada del partido de gobierno “responsabilizó a la oposición del rumbo que en adelante tome Costa Rica”.
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Recientemente un amigo, a raíz de una actividad en la que tuve ocasión de participar, me decía que es esencial saber estar donde corresponde para hacer historia, máxime si es historia de la buena, de la que vale la pena recordar.
El pasado 1 de mayo, los representantes populares, los hombres y mujeres que han sido elegidos por el pueblo para guiar sus pasos, han estado en el lugar correcto para hacer historia pero han hecho, lamentablemente, historia de la mala. Han escrito una página de nuestro andar patrio que sería mejor obviar y, por supuesto, sería genial descartar a sus actores.
Ante una Asamblea Legislativa incompetente de manera suma, ante partidos políticos que se atreven a poner el orden institucional al borde del precipicio y un poder ejecutivo perdido, mudo e inútil para demasiadas cosas, el panorama no puede ser peor y el último primero de mayo es, sin lugar a dudas, la consecuencia lógica de una suma de ineptitud que rara vez se ha visto en nuestro caminar histórico.
Lo acontecido en nuestro país es tan serio que, todos y cada uno de sus actores deberían sentir una profunda vergüenza al ser contemplados por los próceres que les contemplan desde sus retratos mudos. La página que han escrito es demasiado triste en verdad.
Independientemente de lo que se dé y de la duración de las soluciones, se impone un alto. Es cierto que no se puede “pedir peras al olmo”, pero con todo y todo, nuestros incompetentes gobernantes deberían hacer lo que pueden para darse un momento de reflexión, evaluar sus acciones y, en lo posible, animarse a corregir la barbaridad que han provocado.
La llamada Alianza por Costa Rica usó un discurso peligroso y basado en el uso o no de tintas de colores. El partido de gobierno muestra una avería interna que puede llevarle a su muerte política inminente. Y el ejecutivo da pasos tan errados que, a veces, no se ve con claridad cuál es peor que el otro.
Cada quien debe “apechugar” con su responsabilidad. Aquí la palabra gravísimo se queda corta para calificar cuanto ha ocurrido el domingo.
Cualquiera que haya seguido un poco de cerca los hechos del primero de mayo debe sentir una urgencia interna por pronunciarse y solicitar que el daño que se ha provocado a la democracia centenaria de nuestro país se palie con creces.
Ese detenerse puede que remedie cosas. Recurrir a la teoría política, que talves algún representante popular maneje, puede dar luces. Mirar la historia, puede marcar sendas, aunque exija repasos de páginas más que olvidadas. Pensar en el bien común, podría restaurar la mancillada política costarricense y retornar al sentido común podría hacer más responsable a la oposición, menos dividido al partido de gobierno y puede que, ojalá así sea, un poco más inteligente al ejecutivo.
En fin, no estamos para florituras. O las cosas empiezan a ser distintas o este primero de mayo solo será el corolario de páginas peores de la historia de un país cada día más y más tomado por la mediocridad de una clase dirigente que ya, lamentablemente, ni dirigir sabe.
Recientemente un amigo, a raíz de una actividad en la que tuve ocasión de participar, me decía que es esencial saber estar donde corresponde para hacer historia, máxime si es historia de la buena, de la que vale la pena recordar.
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El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
Sin embargo, no hace falta fijarse en ellos y su manera de entender extrema de ver las cosas. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI hablaba de Iglesia y de Estado como realidades “independientes y autónomas en su propio campo”. Así de claro lo decía hace unos pocos meses al recibir al embajador de Chile ante la Sede Apostólica, pasando de largo de perspectivas radicales que hoy hacen más mal que bien.
Ahora, esta separación no puede ser, de manera alguna, confrontación o absurda competencia de poderes o áreas de influencia. Se trata de saber colaborar sin confundirse, de marchar en direcciones comunes sin llegar a caer en interferencias mutuas innecesarias.
La colaboración leal y respetuosa debe dirigirse, fundamentalmente, en la línea de favorecer mediante el servicio claro, la promoción del ser humano y facilitar, de esta manera, que se cumpla su vocación personal y social.
Y, en esta línea de servicio a la persona, la Iglesia y el Estado mismo, han de promover los valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza misma del ser humano. Y todo esto en una clave que no resulta de manera alguna privativa de una cosmovisión concreta, como la cristiana, sino en razón de tratarse de valores que toda persona puede y debe compartir y defender a partir de una exigencia que se deriva sencillamente de la recta razón.
De esta manera, la Iglesia al denunciar las nefastas consecuencias del hambre, referirse a cuanto está detrás de la pobreza extrema, defender la vida humana no nacida, promover la familia o favorecer todo cuanto vaya en la línea de la promoción del bien común o del favorecimiento de un justo y pacífico progreso, no hace más que responder a las expectativas que se pueden y deben esperar de cualquier ser humano de buena voluntad, sea éste quien sea y piense como piense.
Vivimos tiempos de grandes desafíos históricos, sociales y, por supuesto, espirituales. Muchos seres humanos de hoy, al inicio de este tercer milenio, tienen unas urgencias grandes de seguridad de cara a su supervivencia, pero también una peculiar ansia de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito y auténtico. La tarea del Estado es, en esta línea, enorme. La colaboración de la Iglesia es imperiosa y no puede ni debe ser bloqueada por visiones antropológicas parciales y muy seguramente insuficientes.
El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
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En Costa Rica hay una verdad libre de polvo y paja. Esa verdad reza diciendo algo así como lo que sigue: sencillamente, la cosa pública no funciona, no carbura, no es lo que debe y es un lastre que nos atrasa, nos hunde en el subdesarrollo, nos limita. Es una afirmación que no creo que nadie pueda contradecir.
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El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
Sin embargo, no hace falta fijarse en ellos y su manera de entender extrema de ver las cosas. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI hablaba de Iglesia y de Estado como realidades “independientes y autónomas en su propio campo”. Así de claro lo decía hace unos pocos meses al recibir al embajador de Chile ante la Sede Apostólica, pasando de largo de perspectivas radicales que hoy hacen más mal que bien.
Ahora, esta separación no puede ser, de manera alguna, confrontación o absurda competencia de poderes o áreas de influencia. Se trata de saber colaborar sin confundirse, de marchar en direcciones comunes sin llegar a caer en interferencias mutuas innecesarias.
La colaboración leal y respetuosa debe dirigirse, fundamentalmente, en la línea de favorecer mediante el servicio claro, la promoción del ser humano y facilitar, de esta manera, que se cumpla su vocación personal y social.
Y, en esta línea de servicio a la persona, la Iglesia y el Estado mismo, han de promover los valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza misma del ser humano. Y todo esto en una clave que no resulta de manera alguna privativa de una cosmovisión concreta, como la cristiana, sino en razón de tratarse de valores que toda persona puede y debe compartir y defender a partir de una exigencia que se deriva sencillamente de la recta razón.
De esta manera, la Iglesia al denunciar las nefastas consecuencias del hambre, referirse a cuanto está detrás de la pobreza extrema, defender la vida humana no nacida, promover la familia o favorecer todo cuanto vaya en la línea de la promoción del bien común o del favorecimiento de un justo y pacífico progreso, no hace más que responder a las expectativas que se pueden y deben esperar de cualquier ser humano de buena voluntad, sea éste quien sea y piense como piense.
Vivimos tiempos de grandes desafíos históricos, sociales y, por supuesto, espirituales. Muchos seres humanos de hoy, al inicio de este tercer milenio, tienen unas urgencias grandes de seguridad de cara a su supervivencia, pero también una peculiar ansia de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito y auténtico. La tarea del Estado es, en esta línea, enorme. La colaboración de la Iglesia es imperiosa y no puede ni debe ser bloqueada por visiones antropológicas parciales y muy seguramente insuficientes.
El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
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