El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
Sin embargo, no hace falta fijarse en ellos y su manera de entender extrema de ver las cosas. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI hablaba de Iglesia y de Estado como realidades “independientes y autónomas en su propio campo”. Así de claro lo decía hace unos pocos meses al recibir al embajador de Chile ante la Sede Apostólica, pasando de largo de perspectivas radicales que hoy hacen más mal que bien.
Ahora, esta separación no puede ser, de manera alguna, confrontación o absurda competencia de poderes o áreas de influencia. Se trata de saber colaborar sin confundirse, de marchar en direcciones comunes sin llegar a caer en interferencias mutuas innecesarias.
La colaboración leal y respetuosa debe dirigirse, fundamentalmente, en la línea de favorecer mediante el servicio claro, la promoción del ser humano y facilitar, de esta manera, que se cumpla su vocación personal y social.
Y, en esta línea de servicio a la persona, la Iglesia y el Estado mismo, han de promover los valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza misma del ser humano. Y todo esto en una clave que no resulta de manera alguna privativa de una cosmovisión concreta, como la cristiana, sino en razón de tratarse de valores que toda persona puede y debe compartir y defender a partir de una exigencia que se deriva sencillamente de la recta razón.
De esta manera, la Iglesia al denunciar las nefastas consecuencias del hambre, referirse a cuanto está detrás de la pobreza extrema, defender la vida humana no nacida, promover la familia o favorecer todo cuanto vaya en la línea de la promoción del bien común o del favorecimiento de un justo y pacífico progreso, no hace más que responder a las expectativas que se pueden y deben esperar de cualquier ser humano de buena voluntad, sea éste quien sea y piense como piense.
Vivimos tiempos de grandes desafíos históricos, sociales y, por supuesto, espirituales. Muchos seres humanos de hoy, al inicio de este tercer milenio, tienen unas urgencias grandes de seguridad de cara a su supervivencia, pero también una peculiar ansia de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito y auténtico. La tarea del Estado es, en esta línea, enorme. La colaboración de la Iglesia es imperiosa y no puede ni debe ser bloqueada por visiones antropológicas parciales y muy seguramente insuficientes.
El tema de la separación de Iglesia y Estado es un tema que desvela a más de uno, sobre todo, si se trata de personas que veneran la capacidad que, en otras latitudes, algunos han mostrado para montar proyectos que han logrado redefinir sociedades desde el manejo inteligente e ideologizado de expresiones como “progreso”, “tolerancia” o hasta “democracia”.
Sin embargo, no hace falta fijarse en ellos y su manera de entender extrema de ver las cosas. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI hablaba de Iglesia y de Estado como realidades “independientes y autónomas en su propio campo”. Así de claro lo decía hace unos pocos meses al recibir al embajador de Chile ante la Sede Apostólica, pasando de largo de perspectivas radicales que hoy hacen más mal que bien.
Ahora, esta separación no puede ser, de manera alguna, confrontación o absurda competencia de poderes o áreas de influencia. Se trata de saber colaborar sin confundirse, de marchar en direcciones comunes sin llegar a caer en interferencias mutuas innecesarias.
La colaboración leal y respetuosa debe dirigirse, fundamentalmente, en la línea de favorecer mediante el servicio claro, la promoción del ser humano y facilitar, de esta manera, que se cumpla su vocación personal y social.
Y, en esta línea de servicio a la persona, la Iglesia y el Estado mismo, han de promover los valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza misma del ser humano. Y todo esto en una clave que no resulta de manera alguna privativa de una cosmovisión concreta, como la cristiana, sino en razón de tratarse de valores que toda persona puede y debe compartir y defender a partir de una exigencia que se deriva sencillamente de la recta razón.
De esta manera, la Iglesia al denunciar las nefastas consecuencias del hambre, referirse a cuanto está detrás de la pobreza extrema, defender la vida humana no nacida, promover la familia o favorecer todo cuanto vaya en la línea de la promoción del bien común o del favorecimiento de un justo y pacífico progreso, no hace más que responder a las expectativas que se pueden y deben esperar de cualquier ser humano de buena voluntad, sea éste quien sea y piense como piense.
Vivimos tiempos de grandes desafíos históricos, sociales y, por supuesto, espirituales. Muchos seres humanos de hoy, al inicio de este tercer milenio, tienen unas urgencias grandes de seguridad de cara a su supervivencia, pero también una peculiar ansia de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito y auténtico. La tarea del Estado es, en esta línea, enorme. La colaboración de la Iglesia es imperiosa y no puede ni debe ser bloqueada por visiones antropológicas parciales y muy seguramente insuficientes.