Carlos Díaz Chavarría

Carlos Díaz Chavarría

“Mujer, aquí tienes a tu hijo; hijo, aquí tienes a tu madre”, es lo que escribe el evangelista Juan, por eso, desde que por primera vez el discípulo a quien Jesús amaba acogió a María en su casa, fue María quien nos acogió también a nosotros.

 

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¿Cuántas veces hemos estado preocupados o angustiados, y nos hemos encontrado con alguien quien, simplemente con una mirada, con un gesto o una palabra oportuna, ha hecho que nos sintamos mejor?
En este caso, la capacidad empática de esta persona es la que ha contribuido a nuestra mejoría. Pero, ¿tenemos nosotros también esta capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en el lugar de los demás y compartir sus sentimientos?
No se trata de un don especial con el que nacemos, sino de una cualidad que podemos desarrollar y potenciar. El problema es que la falta de empatía es quizás, actualmente, el mayor mal de la humanidad, esto por cuanto ella campea en los actos más cotidianos o trascendentes de la vida.
Por ejemplo, cuando tendemos a interrumpir, sin ningún respeto, mientras nos están hablando, cuando la gente se convierte en experta quien se dedica a dar consejos sobre cualquier tema en lugar de intentar sentir y comprender lo que manifiestan los demás; cuando en  los medios de comunicación cada día observamos como de las noticias trágicas se hace un espectáculo, o cuando en el ambiente educativo o laboral se busca el beneficio particular a sabiendas de que un trabajo en equipo podría generar mayores logros, se está incentivando la falta de empatía.
Desgraciadamente, con esta posición, si el dolor es de los demás, si los problemas son de los otros, si las necesidades son del vecino, si lo que tengo que hacer es el esfuerzo de conocer al otro, entonces eso no interesa.
Algunos piensan que en un mundo como el actual, en donde la indiferencia se ha arraigado con fuerza y en donde la sensibilidad social parece asunto de otro mundo, es imposible logar que todos sintamos empatía ante las circunstancias afectivas y sociales ajenas. Por supuesto que caer en esta posición extrema es incrementar, también, la apatía a la esperanza de lograr un cambio social positivo.
Aunque parezca una utopía, el logar fomentar la empatía en aquellos quienes han hecho del desprecio a la vida ajena su bandera, es una misión posible, pues siempre ha habido, y habrá, quienes quieran escuchar, quienes quieran cambiar y quienes deseen incrementar el respeto, la tolerancia y la solidaridad hacia los demás. Figuras como Teresa de Calcuta, Gandhi, Jesús,  Juan Pablo II, Mandela, o Martin Luther King son fiel muestra de ello.
Por lo tanto, debemos volver a hacer de cada uno de nosotros humanos quienes se conmuevan de su entorno, reprueben los actos de violencia e injusticia,  se sensibilicen ante los padecimientos, dolor o las carencias del otro y se comprometan a ser activos protagonistas frente a los cambios que una sociedad sana demanda.
Sensibilidad, interés y solidaridad son algunos de los valores que nos pueden ayudar a reconocer una dignidad en la vida de cada humano pasando por el niño, el joven y el adulto y el anciano. Sin duda, ¡hay que insistir en esta empresa!, en especial si queremos hacer efectivo ese propósito de perfeccionamiento que conlleva la esencia humana.
Debemos mirar al mundo que nos rodea, a los seres quienes comparten nuestra vida para conocerlos, tratarlos, comprenderlos…, de esa manera quizá lleguemos a amarlos o no, pero lo más importante, cuando logremos penetrar en su mundo, cuando aprendamos a ver con una mirada más empática a nuestros semejantes, quizás lleguemos a la conclusión de que lo único racional que nos queda por hacer es asumir, precisamente, nuestra condición de seres constituidos para la sana convivencia, el bien común y el crecimiento personal.
¿Cuántas veces hemos estado preocupados o angustiados, y nos hemos encontrado con alguien quien, simplemente con una mirada, con un gesto o una palabra oportuna, ha hecho que nos sintamos mejor?

En más de una ocasión, en diversas discusiones sobre este tema, he leído o escuchado la frase de universidad pública versus universidad privada. Y cuando me enfrento a este tipo de comentario debo confesar que me preocupa pues siempre me he preguntado el por qué enfocar el tema como una pelea, y, peor aún, cuando este enfrentamiento se da desde una panorámica cargada de prejuicios,  estereotipos y falacias.

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Es indudable que la globalización es una palabra de moda.  Casi a cada paso se habla de ella, pues muchos de los fenómenos sociales que nos afectan, como el comercio internacional o la inmigración, mantienen una relación más o menos estrecha con la globalización.  A menudo, se escucha hablar de la globalización como de una promesa de nuevas oportunidades, ¿pero es esto realmente cierto?
No olvidemos que las nuevas formas de relaciones humanas en el ámbito político, económico o social sólo pueden construirse si recuperamos la capacidad de idear opciones; es decir, nuevas formas de convivencia y de organización de nuestro mundo.
En este sentido, si la globalización es comprendida como una manera inclusiva basada en la cooperación y la seguridad, se estaría apostando a una globalización sustentada en una mayor solidaridad planetaria.
Sin embargo, para solidificar un mundo más solidario, donde no exista la exclusión, es necesario, previamente, un cambio de mentalidad.  Podría ser que esta nueva forma de pensar se vaya operando sólo en algunas personas, pero lo fundamental es que se convertirá en una semilla que irá multiplicando la solidaridad.
No obstante, cuando se habla de “globalizar la  solidaridad”, se debería plantear, a la vez, la necesidad de buscar algunos acuerdos entre todas las mujeres y todos los hombres de nuestra sociedad, a fin de poner en práctica medidas sociales y políticas para conseguir una mayor solidaridad individual y colectiva.
Porque la gran  pregunta es: ¿Cómo podemos entendernos en un mundo que ha expendido sus barreras mediante la globalización, sin algún referente que no sea común a todos?
Del mismo modo que el mundo ha cambiado, también los problemas a los que se enfrenta la humanidad son nuevos, pues se nos presentan en estructuras nuevas, o con un grado de interrelación y complejidad los cuales demandan una mentalidad nueva.
Por ello, la manera de enfrentarse a muchas cuestiones nos sitúa ante la necesidad de abrir nuestra conciencia a nuevos parámetros, a un mundo en donde la globalización, más allá de convertirnos en seres manipulados e indiferentes como algunos creen, se transforme en una pieza fundamental de socialización.
Nuestro mundo, el mundo de cada uno de nosotros, se ha ampliado.  Ya no se trata de nuestro pequeño mundo, llámese familia, barrio o país. Todo lo que hacemos en nuestro entorno cercano influye, posiblemente, en otro lugar distante.
En la actualidad, por ejemplo, el poder tecnológico es tal que cuando alguien emprende ciertas acciones, es necesario que tenga en cuenta las repercusiones que dichas acciones pueden tener en otros lugares distantes del planeta. O como fuimos testigos hace poco, si la crisis económica afecta a las grandes potencias, muy probablemente esto traerá repercusiones en diferentes partes del mundo.
Definitivamente no podemos aislarnos del mundo, si queremos una Costa Rica más próspera, en un mundo de una innegable globalización, debemos tener en cuenta que el progreso y la solidaridad exigen que todos nos pongamos unos anteojos críticos los cuales nos ayuden a superar nuestras miopías para abrirnos a renovados horizontes políticos, económicos sociales y culturales, que en vez de retrasarnos nos ayude a transitar por caminos de avance e innovación.
Es indudable que la globalización es una palabra de moda.  Casi a cada paso se habla de ella, pues muchos de los fenómenos sociales que nos afectan, como el comercio internacional o la inmigración, mantienen una relación más o menos estrecha con la globalización.  A menudo, se escucha hablar de la globalización como de una promesa de nuevas oportunidades, ¿pero es esto realmente cierto?

Los medios de comunicación se han convertido en un instrumento de extraordinario poder social, pues no sólo se limitan a informar, sino que también pueden ir más lejos cuando se convierten en espacios que orientan el sentido de la información. 

Expresaba la destacada intelectual costarricense, doña Estrella Cartín de
Guier, que "la vida es una cuando leemos y otra cuando se nos priva de
hacerlo. Nuestra existencia sin la lectura, sin el libro, pierde vuelo, y
queda reducida a la chata y ramplona realidad".
En efecto, en este mundo de una agobiante superficialidad, más que nunca los
libros se transforman en una herramienta fundamental para el desarrollo
cultural, social y, ante todo, espiritual de los pueblos.
Para quienes escribimos, el libro es el medio mediante el cual se aportan
ideas, se compromete con el conocimiento y la creatividad, se propone el
análisis o el debate sobre algún tema, se sugiere cómo utilizar el tiempo
libre y se busca iluminar el alma de quienes degustan los muchos mundos que
transitan en cada página.
Para quienes son lectores, el libro constituye la incógnita del saber, el
placer de recrear e imaginar, representa la ordenada agrupación de
conocimientos, la síntesis o divergencia de múltiples ideas, el despliegue
de la imaginación, la búsqueda y el encuentro...
Hay libros que nos hacen sufrir, otros nos provocan gozo; los hay de fácil
lectura, también los hay complicados; algunos esclarecen, otros nos generan
dudas; sin embargo,  sea cual sea su intención, los libros tienen el
privilegio de ser, casi siempre, los principales autores de otros libros y
de muchas historias de vida de los humanos.
Porque más allá de la perspectiva física, si se profundiza más, el libro
simboliza un conjunto de letras que evoca ideas, imágenes, conceptos; los
cuales, penetran en el entendimiento e interpelan la razón; y todavía
después de la razón, el libro constituye emociones, certidumbres, angustias,
serenidad y sueños.
En este sentido, la lectura que hacemos de los libros no sólo instruye, sino
que puede educar, crear hábitos de reflexión, recrear y entretener. Ayuda al
desarrollo y perfeccionamiento del lenguaje, mejora las relaciones humanas,
aumenta el bagaje cultural, forma la personalidad, desarrolla la creatividad
y fomenta el sentido estético y la inteligencia.
Leer, pues, atrae los aspectos más elevados y primordiales de la mente. Las
personas quienes cosechan el maravilloso hábito de la lectura amplían su
mundo, con lo cual se hallan más abiertas al cambio y mejor orientadas al
futuro.
Sin duda, existe una fuerte correlación entre los hábitos de lectura de un
pueblo y su desarrollo material, social y espiritual, pues la lectura es la
base de la educación y la educación es el factor esencial de la igualdad
social en el mundo moderno.
Por eso, a pesar de la gran competencia que la globalización le representa
al mundo literario, y ante un sistema educativo que obliga a la lectura más
que a disfrutarla, se puede aseverar que mientras los humanos articulen,
razonen y sean capaces de sentir, afortunadamente habrá un espacio y un
reclamo para los libros.
Ciertamente ellos son la diferencia entre la ignorancia y el saber; entre la
luz y la sombra; entre la esperanza y la desesperanza; porque cualquier
libro siempre, en algún sentido, nos hace mejores humanos.
Ojalá que sigan habiendo muchos autores que estén dispuestos a desnudar su
alma mediante su escritura, y muchos lectores decididos a hacer de la
lectura, una primordial razón de vida. Solamente así se logrará descubrir
que la lectura, más que una obligación, constituye un verdadero placer.
Expresaba la destacada intelectual costarricense, doña Estrella Cartín de Guier, que "la vida es una cuando leemos y otra cuando se nos priva de hacerlo. Nuestra existencia sin la lectura, sin el libro, pierde vuelo, y queda reducida a la chata y ramplona realidad".

Aristóteles, en su Política, que es considerado como el primer tratado sobre “las cosas de la ciudad”; afirma que “el fin de la  política, como una tarea de y para los ciudadanos, no es el vivir; sino, el vivir bien”.  Es decir, procurarles la felicidad a todos sus miembros.