Lunes, 26 Julio 2010 06:38

Fomentar la empatía

¿Cuántas veces hemos estado preocupados o angustiados, y nos hemos encontrado con alguien quien, simplemente con una mirada, con un gesto o una palabra oportuna, ha hecho que nos sintamos mejor?
En este caso, la capacidad empática de esta persona es la que ha contribuido a nuestra mejoría. Pero, ¿tenemos nosotros también esta capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en el lugar de los demás y compartir sus sentimientos?
No se trata de un don especial con el que nacemos, sino de una cualidad que podemos desarrollar y potenciar. El problema es que la falta de empatía es quizás, actualmente, el mayor mal de la humanidad, esto por cuanto ella campea en los actos más cotidianos o trascendentes de la vida.
Por ejemplo, cuando tendemos a interrumpir, sin ningún respeto, mientras nos están hablando, cuando la gente se convierte en experta quien se dedica a dar consejos sobre cualquier tema en lugar de intentar sentir y comprender lo que manifiestan los demás; cuando en  los medios de comunicación cada día observamos como de las noticias trágicas se hace un espectáculo, o cuando en el ambiente educativo o laboral se busca el beneficio particular a sabiendas de que un trabajo en equipo podría generar mayores logros, se está incentivando la falta de empatía.
Desgraciadamente, con esta posición, si el dolor es de los demás, si los problemas son de los otros, si las necesidades son del vecino, si lo que tengo que hacer es el esfuerzo de conocer al otro, entonces eso no interesa.
Algunos piensan que en un mundo como el actual, en donde la indiferencia se ha arraigado con fuerza y en donde la sensibilidad social parece asunto de otro mundo, es imposible logar que todos sintamos empatía ante las circunstancias afectivas y sociales ajenas. Por supuesto que caer en esta posición extrema es incrementar, también, la apatía a la esperanza de lograr un cambio social positivo.
Aunque parezca una utopía, el logar fomentar la empatía en aquellos quienes han hecho del desprecio a la vida ajena su bandera, es una misión posible, pues siempre ha habido, y habrá, quienes quieran escuchar, quienes quieran cambiar y quienes deseen incrementar el respeto, la tolerancia y la solidaridad hacia los demás. Figuras como Teresa de Calcuta, Gandhi, Jesús,  Juan Pablo II, Mandela, o Martin Luther King son fiel muestra de ello.
Por lo tanto, debemos volver a hacer de cada uno de nosotros humanos quienes se conmuevan de su entorno, reprueben los actos de violencia e injusticia,  se sensibilicen ante los padecimientos, dolor o las carencias del otro y se comprometan a ser activos protagonistas frente a los cambios que una sociedad sana demanda.
Sensibilidad, interés y solidaridad son algunos de los valores que nos pueden ayudar a reconocer una dignidad en la vida de cada humano pasando por el niño, el joven y el adulto y el anciano. Sin duda, ¡hay que insistir en esta empresa!, en especial si queremos hacer efectivo ese propósito de perfeccionamiento que conlleva la esencia humana.
Debemos mirar al mundo que nos rodea, a los seres quienes comparten nuestra vida para conocerlos, tratarlos, comprenderlos…, de esa manera quizá lleguemos a amarlos o no, pero lo más importante, cuando logremos penetrar en su mundo, cuando aprendamos a ver con una mirada más empática a nuestros semejantes, quizás lleguemos a la conclusión de que lo único racional que nos queda por hacer es asumir, precisamente, nuestra condición de seres constituidos para la sana convivencia, el bien común y el crecimiento personal.
¿Cuántas veces hemos estado preocupados o angustiados, y nos hemos encontrado con alguien quien, simplemente con una mirada, con un gesto o una palabra oportuna, ha hecho que nos sintamos mejor?
En este caso, la capacidad empática de esta persona es la que ha contribuido a nuestra mejoría. Pero, ¿tenemos nosotros también esta capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en el lugar de los demás y compartir sus sentimientos?
No se trata de un don especial con el que nacemos, sino de una cualidad que podemos desarrollar y potenciar. El problema es que la falta de empatía es quizás, actualmente, el mayor mal de la humanidad, esto por cuanto ella campea en los actos más cotidianos o trascendentes de la vida.
Por ejemplo, cuando tendemos a interrumpir, sin ningún respeto, mientras nos están hablando, cuando la gente se convierte en experta quien se dedica a dar consejos sobre cualquier tema en lugar de intentar sentir y comprender lo que manifiestan los demás; cuando en  los medios de comunicación cada día observamos como de las noticias trágicas se hace un espectáculo, o cuando en el ambiente educativo o laboral se busca el beneficio particular a sabiendas de que un trabajo en equipo podría generar mayores logros, se está incentivando la falta de empatía.
Desgraciadamente, con esta posición, si el dolor es de los demás, si los problemas son de los otros, si las necesidades son del vecino, si lo que tengo que hacer es el esfuerzo de conocer al otro, entonces eso no interesa.
Algunos piensan que en un mundo como el actual, en donde la indiferencia se ha arraigado con fuerza y en donde la sensibilidad social parece asunto de otro mundo, es imposible logar que todos sintamos empatía ante las circunstancias afectivas y sociales ajenas. Por supuesto que caer en esta posición extrema es incrementar, también, la apatía a la esperanza de lograr un cambio social positivo.
Aunque parezca una utopía, el logar fomentar la empatía en aquellos quienes han hecho del desprecio a la vida ajena su bandera, es una misión posible, pues siempre ha habido, y habrá, quienes quieran escuchar, quienes quieran cambiar y quienes deseen incrementar el respeto, la tolerancia y la solidaridad hacia los demás. Figuras como Teresa de Calcuta, Gandhi, Jesús,  Juan Pablo II, Mandela, o Martin Luther King son fiel muestra de ello.
Por lo tanto, debemos volver a hacer de cada uno de nosotros humanos quienes se conmuevan de su entorno, reprueben los actos de violencia e injusticia,  se sensibilicen ante los padecimientos, dolor o las carencias del otro y se comprometan a ser activos protagonistas frente a los cambios que una sociedad sana demanda.
Sensibilidad, interés y solidaridad son algunos de los valores que nos pueden ayudar a reconocer una dignidad en la vida de cada humano pasando por el niño, el joven y el adulto y el anciano. Sin duda, ¡hay que insistir en esta empresa!, en especial si queremos hacer efectivo ese propósito de perfeccionamiento que conlleva la esencia humana.
Debemos mirar al mundo que nos rodea, a los seres quienes comparten nuestra vida para conocerlos, tratarlos, comprenderlos…, de esa manera quizá lleguemos a amarlos o no, pero lo más importante, cuando logremos penetrar en su mundo, cuando aprendamos a ver con una mirada más empática a nuestros semejantes, quizás lleguemos a la conclusión de que lo único racional que nos queda por hacer es asumir, precisamente, nuestra condición de seres constituidos para la sana convivencia, el bien común y el crecimiento personal.