Carlos Díaz Chavarría

Carlos Díaz Chavarría

Es sorprendente observar como la mediocridad, la tensión de esta época globalizada, el conformismo y la desidia han hecho que los humanos hayan perdido la habilidad de la innovación, el ir más allá, el querer ser original y el crear sobre lo ya establecido.

Dado el claro reconocimiento de la importancia que la enseñanza universitaria reviste para el desarrollo económico y social de los pueblos, existe, actualmente, una básica preocupación por el mejoramiento de la calidad en las funciones de docencia e investigación, difusión de la cultura, y extensión de la proyección social de las instituciones de educación superior.
Valga decir que las sociedades enfrentan nuevas circunstancias que exigen instituciones educativas efectivas para los propósitos que el país demanda; eficaces en su gestión; y con el nivel de calidad necesario para formar individuos con una educación flexible que los capacite para adaptarse a un mundo socialmente cambiante y  competitivo.
El entorno actual es caracterizado por un mercado turbulento, donde los esquemas de competitividad han cambiado la manera de pensar y actuar. Actualmente, estos procesos de dinámica global exigen la demanda de profesionales altamente competitivos, multiculturales, interdisciplinarios, críticos, creativos, con gran sentido de iniciativa, emprendedores, insatisfechos, motivados, y con una marcada capacidad para adaptarse a las variaciones constantes del entorno.
Es clave comprender que estamos sirviendo a sociedades muy diferentes de las de hace unos años. Ellas exigen que la educación universitaria, tanto pública como privada, se modernice y transforme según los retos que la época plantea.
En este sentido,  los diversos mecanismos de evaluación del desempeño y la calidad de la enseñanza e investigación; en particular, los procesos destinados a la acreditación de programas e instituciones de educación superior, adquieren, cada vez más, una particular relevancia en el contexto de la globalización de las naciones.
Entonces resulta imperativa una visión renovada de modelos educativos que permitan conciliar una educación de calidad para todos, con clara pertinencia en las distintas realidades socioculturales de los educandos. No como una moda académica, sino como una herramienta indispensable de política, planificación y gestión universitaria para verificar la calidad de la educación, garantizar la confiabilidad institucional ante la sociedad, otorgar un reconocimiento social, y sustentar la correspondencia entre la misión, los propósitos y los resultados universitarios.
Por ello cada vez es más satisfactorio que de las mil ochocientos diez carreras impartidas en universidades públicas y privadas del país, poco a poco muchas de ellas vayan obteniendo un certificado de excelencia; sobre todo porque el proceso de acreditación no significa ningún estímulo para el graduado pues no conlleva el recibir un mejor salario.
Asociar la excelencia académica con un beneficio económico, es enlodar el sistema educativo universitario.  La calidad debe medirse en términos del logro de los objetivos establecidos por cada institución; esto implica el esfuerzo de una comunidad institucional obligada con su entorno social, y un continuo proceso de auto-evaluación, que genere graduados comprometidos con la ética profesional más que con fines lucrativos.
La universidad es una entidad en donde su misión, quehacer y sus resultados, deben estar al servicio del desarrollo armónico e integral de la sociedad; por lo cual, debe responderle, y rendirle cuenta, a la comunidad que la sustenta.
Esto implica, necesariamente, la urgencia de enfocar mayores esfuerzos que fomenten la excelencia universitaria como un eficaz medio para garantizar el progreso nacional y enfrentar los retos del entorno global. Pues como dijera el gran político mexicano Benito Juárez: “La educación es el principio en el que descansa la libertad y el engrandecimiento de los pueblos”.
Dado el claro reconocimiento de la importancia que la enseñanza universitaria reviste para el desarrollo económico y social de los pueblos, existe, actualmente, una básica preocupación por el mejoramiento de la calidad en las funciones de docencia e investigación, difusión de la cultura, y extensión de la proyección social de las instituciones de educación superior.
Se informaba en un diario nacional cómo la buena o mala actitud de un docente, en el proceso de enseñanza, puede influir en el progreso o retroceso del aprendizaje de los estudiantes.
Ciertamente los maestros y los profesores tienen un alto grado de responsabilidad en la buena o mala manera en que los alumnos asuman la enseñanza que se les brinda y la posterior participación en el ámbito laboral.
De ahí que en el tanto los docentes construyan un ambiente de clase caracterizado por la innovación, el dinamismo, la discusión, el trabajo en equipo, el fomento de la criticidad, o el intercambio de opiniones, seguramente los estudiantes verán incrementado su interés por el aprendizaje.
Esto significa que maestros y profesores deben estar muy conscientes de su labor como formadores, en el sentido de que ellos representan agentes de cambio que orientan, motivan e inspiran al alumno a  tomar una postura activa, creativa e independiente, en su  propio proceso de conocimiento.
Para ello, en el aula debe imperar un alto grado de responsabilidad por querer hacer bien los proyectos;  de respeto por las diversas opiniones generadas; de tolerancia para no imponer verdades absolutas; de invitación a los estudiantes a investigar por su cuenta las posibles soluciones a un problema;  y, ante todo, una evidente motivación que les produzca a los estudiantes el deseo por aprender.
Recordemos que el docente es también un modelo para los alumnos tanto en su rol profesional como en el personal, en este sentido no sólo enseñan conocimientos, sino, también, valores, actitudes y principios éticos.
Como explica el psicólogo y profesor universitario Edgar Salgado: “El profesor con su conducta transmite al estudiante los principios éticos de su profesión, la responsabilidad social, la tolerancia y el respeto. Como educador el profesor es consciente de su papel como formador; como académico, investiga y se actualiza constantemente; como profesional, ejerce su profesión con competencia y responsabilidad; y como inspirador, se asume como una persona que orienta a sus pupilos a ser críticos.”
Por ello, en esta época, al docente ya no se le puede ver como el poseedor absoluto de los conocimientos, este debe ser un compañero que también busque motivarse,  activa, conjunta y democráticamente con los estudiantes, para generar un constructivo ambiente de enseñanza y aprendizaje mediante la retroalimentación generada dentro del aula. Porque como lo expresara el educador José Camón Aznar: “Sólo hay una manera de ser maestro: ser discípulo de sí mismo”.
Estos son tiempos en que los docentes ya no deben formar estudiantes solamente para hacer un examen; hoy requerimos  modelar estudiantes con un gran sentido de responsabilidad y compromiso, capaces de darle utilidad a lo aprendido, tanto en el ámbito personal, como en el social. Por eso se hace tan necesario tomar muy en cuenta aquellas sabias palabras del historiador griego Plutarco: “El cerebro no es un vaso por llenar, sino una lámpara por encender”.
Decisivamente la sociedad demanda de sus miembros una real y activa participación en los procesos de cambio que,  diariamente, se generan. Ante esta perspectiva, las aulas deben representar, para los docentes, un asidero pertinente para formar esos hombres y esas mujeres quienes sean capaces de responderle, positivamente, a este país que les ha brindado la gran oportunidad de educarse.
Se informaba en un diario nacional cómo la buena o mala actitud de un docente, en el proceso de enseñanza, puede influir en el progreso o retroceso del aprendizaje de los estudiantes.
Ciertamente los maestros y los profesores tienen un alto grado de responsabilidad en la buena o mala manera en que los alumnos asuman la enseñanza que se les brinda y la posterior participación en el ámbito laboral.

Las modernas democracias constitucionales, además de garantizar reglas confiables para la competencia electoral y el acceso al poder, también están llamadas a asegurar un ejercicio transparente de la función pública, con el fin de que la sociedad pueda conocer, y evaluar, la gestión del gobierno y el desempeño de sus funcionarios.

 

La decisión de doña Laura Chinchilla de vetar el aumento de salario que irresponsablemente se recetaron algunos diputados, constituye una luz de esperanza dentro de un ámbito tan venido a menos como es el político.

 

En una época en donde a las y los jóvenes se les ha masificado en el ideal de la “imagen perfecta”; se les fustiga al asignárseles los portadores de males sociales como la drogadicción o la delincuencia; son asechados por el desencanto, la apatía, el consumismo o la marginalidad; e,  injustamente, se les acusa de perder el tiempo de forma irresponsable, se debe reconocer que existen también, en nuestro país, jóvenes quienes, organizados en Comités Cantonales, agrupaciones universitarias, políticas, artísticas y religiosas, o, que de manera individual, están participando activamente en el desarrollo de la vida nacional y en la solución de los problemas que la aquejan.