Actualmente, existen más de 40 países que cuentan con leyes, e instituciones, destinadas a garantizar la transparencia en la gestión pública. Esto pone de manifiesto la urgencia de supeditar la acción gubernamental al escrutinio cotidiano, de arraigar, en toda la población, el derecho de acceso a la información, y de aumentar los niveles de responsabilidad de los funcionarios, todo esto en aras de evitar ese mal de la corrupción que, actualmente, envuelve la labor pública.
Sin embargo, aunque es claro que la legislación es un paso certero en la lucha contra la corrupción, también debemos tener conciencia de que el reglamentar no es suficiente para conseguir una cultura de la transparencia en el deber público.
Ello radica, además, en lo más íntimo de los funcionarios públicos, quienes nuevamente tienen que actuar con claro sentido que la administración pública debe estar al servicio de los ciudadanos, fundamentándose en los principios de honestidad, eficiencia, rendición de cuentas y responsabilidad.
Si son incapaces de hacerlo, lo menos que se puede esperar es que, por voluntad propia, y por respeto a la Patria que los abriga, no aspiren a otros cargos públicos, o se retiren de ellos; pues si queremos el progreso y el bienestar nacional, entonces nada mejor que aquello de que “quien no sirva, que no estorbe”.
Si los servidores públicos no comprenden que cuando son elegidos para un cargo, del cual pende gran parte de los intereses nacionales, se transforman en funcionarios al servicio del bienestar de la comunidad, y no de intereses particulares, partidarios o electorales; fácilmente caerán en la telaraña de la corrupción, la impunidad y la soberbia.
De esta forma, los jerarcas públicos dominados y cegados por el poder, que es muy distinto a autoridad, son capaces de hacer cualquier acción, aunque esta esté en contra de los más elementales principios morales y éticos para la sana convivencia de la sociedad.
Ahora bien, en este sentido, bien vale recordar aquella máxima de Mahatma Gandhi que pregona: “No podemos perder la fe en la humanidad que es como un océano; no se ensucia porque, algunas de sus gotas, estén sucias”.
Por ello, aunque en los últimos años algunos servidores públicos hayan impregnado nuestro panorama político-social de una escabrosa falta de lealtad al servicio público, no podemos perder la fe en que aún existen quienes respetan el ejercicio de la política, y todavía procuran forjar un país capaz de emanar justicia, obediencia, solidaridad, paz y transparencia.
Pues esto es fundamental si realmente queremos sanear ese enfermizo círculo de la corrupción que en varias ocasiones ha amenazado el panorama político-social de nuestra Costa Rica y si deseamos, concientemente, rescatar lo aún limpio de nuestra Patria.
¡No lo olvidemos! La transparencia pública es un valor que alimenta la esencia del orden democrático del país, por eso, el no trasgredirla, el defenderla y el preservarla, es un acto ético que, sin pérdida de tiempo, le compete llevar a cabo a Costa Rica entera.