Wilbert Arroyo Álvarez

Wilbert Arroyo Álvarez

Dice un viejo aforismo jurídico: "justicia tardada es justicia denegada".

La Constitución Política, ha elevado, a rango de derecho fundamental de todo ciudadano, el recibir justicia sin denegación, o sea pronta y cumplida.

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La solidaridad es uno de los principios regentes de la concepción cristiana de la organización social y política de un Estado y constituye el fin último de toda organización social.

Es de tan vital importancia para el buen desarrollo de una colectividad que tiene por eje singular al ser humano en sociedad.

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Costa Rica es un país de ríos y montañas. Eso, que es una fortuna tenerla, puede, sin embargo, trocarse en una calamidad si no sabemos “con-vivir” en esta geografía.

 

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Un acontecimiento que recién pasó, en varias versiones y por distintos personajes públicos (a los que Uds. pueden “ajustar” a su imaginación),  hace recordar el dicho aquel de que “la mujer del cesar no sólo tiene que serlo sino parecerlo”.

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La solidaridad es uno de los principios regentes de la concepción cristiana de la organización social y política de un Estado y constituye el fin último de toda organización social.
Es de tan vital importancia para el buen desarrollo de una colectividad que tiene por eje singular al ser humano en sociedad.
Un individuo aislado, solo, nunca sabría qué significa este principio si no se considera con relación al “otro”; o sea, de la sociedad en la que vive.
La solidaridad es uno de los principios de la filosofía social, sin los que la sociedad no funcionaría ni se encaminaría hacia su verdadero fin y sentido de existencia.
El término “solidaridad” tiene una connotación indudablemente positiva y revela un interés universal en bien del prójimo.
Es la conciencia más generalizada de una realidad nacional e internacional; de un destino universal más cercano entre todas las personas y todos los países.
De ahí que, hoy, nos solidarizamos con los niños de África igual que con los de Haití , de Filipinas, de Líbano o de Estados Unidos pues no nos son “lejanos”; los cañones de guerra Pakistán aturden nuestros oídos; el terremoto de Chile dolió tanto como el de Cinchona y un Tsunami nos ahogará, así sea que se de al otro lado del mundo.
En el orden más inmediato a nuestro entorno, vemos que si un familiar, tan cercano como un hijo, un vecino o un compatriota necesitan de nuestra ayuda mostramos nuestra solidaridad de forma inmediata pues responde, innatamente, a nuestra propia condición humana.
De ahí que nuestra Constitución Política, inspirada en el principio cristiano de justicia social, señala, en forma expresa, que el Estado procurará “una política permanente de solidaridad nacional” (art. 74).
El anterior marco doctrinal es el que debe impregnar nuestro actuar diario, incluyendo la seguridad social que, entre otras, hace efectiva, la Caja Costarricense del Seguro Social.
De ahí que a esta Institución debemos fortalecerla cada día más, para que nunca sucumba ni a la irresponsabilidad burocrática ni a usuarios que usan de sus servicios abusivamente de lo que, bajo este principio, ella les ofrece.
Si un Estado solidario, como el nuestro, traduce este principio por medio de una Institución como la CCSS y ésta se ve amenazada por personas o instituciones que demandan de ella más allá de sus posibilidades reales;  vemos muy cercano el día que perdamos para siempre, lo que muchos otros pueblos, incluso de países grandes y desarrollados como los Estados Unidos, apenas dan sus primeros pasos.
La solidaridad es uno de los principios regentes de la concepción cristiana de la organización social y política de un Estado y constituye el fin último de toda organización social.
De acuerdo con una superada doctrina sobre la función del juez, éste debía este ser la boca por la que habla la ley, resumiéndose su intervención a ser un mero subsumidor de la misma, no pudiendo ir más allá de la norma jurídica y principios aplicables, pues estaría transgrediendo el mismo ordenamiento jurídico.
Con esa forma de concebir la administración de justicia se pretendía defender la tan discutida independencia judicial y con ello, paradójicamente, se tiraba por los suelos el birrete y la toga, haciendo del juez su propio verdugo.
Sin embargo, las modernas doctrinas consideran que los jueces, en su función de hacer justicia, deben ser totalmente independientes, tanto externamente (de la manipulación e influencias de los partidos políticos, gobernantes, prensa y cualquier ente ajeno) como internamente (órganos judiciales superiores, cuando éstos actúan en funciones administrativas).
Esta independencia significará que el juez al hacer justicia, decidirá racional y no pasionalmente la aplicación de la norma jurídica y los principios que le rigen en procura de encontrar la correcta solución al caso concreto que, según su convicción, le diga que es, además de legal, justa.
Con ello se entenderá que el juez, que no deja de ser humano a pesar de su alta investidura, contará con su propio bagaje de ideas, valores, pensamientos, sentimientos, actitudes y aptitudes.
Decir que el juez debe ser imparcial y debe limitarse a la aplicación de la ley, es una falacia que llevaría al juez a pensar que aplica imparcialmente la ley cuando, en e l fondo impone sus propios valores.
Es necesario desarraigarse de esa falsedad y darle al juez absoluta y auténtica independencia, de modo que en sus fallos judiciales sea realmente imparcial, consecuente con un sistema democrático, de modo que no se le niegue su identidad, intimidad, raciocinio, inteligencia; su perspectiva política del mundo en que actúa; en suma su condición humana. Eso logrará un juez activo y participante en lo que debe ser su primigenia función como sujeto productor del derecho, al interpretarlo constantemente con la realidad circulante.
Es ese juez quien hace posible que la norma, ley o código que se promulgó hace más de cien años, como nuestro anciano Código Civil de 1886, pueda aún servir en la solución de conflictos, como instrumento de los jueces del siglo XXI, por lo que ellos, en sus fallos, serán acordes al régimen democrático al que dan sustento y mantenimiento.
Por ello, depende en mucho que las nuevas generaciones de políticos, gobernantes, jueces, profesores de derecho, prensa y en general, los costarricenses de hoy, hagan que el sistema judicial se adentre, cada vez más, en lo que un insigne jurista llama la dimensión política de un Poder Judicial democrático.
De acuerdo con una superada doctrina sobre la función del juez, éste debía este ser la boca por la que habla la ley, resumiéndose su intervención a ser un mero subsumidor de la misma, no pudiendo ir más allá de la norma jurídica y principios aplicables, pues estaría transgrediendo el mismo ordenamiento jurídico.

Recién iniciando sus funciones, el Ministro de Seguridad Pública, don José María Tijerino, ordenó que todos los policías debían echarse, literalmente, a las calles, de modo que se cumpliera con el objetivo principal que tienen en la prevención de la delincuencia que azota, desde hace muchos años, a la población.

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