De acuerdo con una superada doctrina sobre la función del juez, éste debía este ser la boca por la que habla la ley, resumiéndose su intervención a ser un mero subsumidor de la misma, no pudiendo ir más allá de la norma jurídica y principios aplicables, pues estaría transgrediendo el mismo ordenamiento jurídico.
Con esa forma de concebir la administración de justicia se pretendía defender la tan discutida independencia judicial y con ello, paradójicamente, se tiraba por los suelos el birrete y la toga, haciendo del juez su propio verdugo.
Sin embargo, las modernas doctrinas consideran que los jueces, en su función de hacer justicia, deben ser totalmente independientes, tanto externamente (de la manipulación e influencias de los partidos políticos, gobernantes, prensa y cualquier ente ajeno) como internamente (órganos judiciales superiores, cuando éstos actúan en funciones administrativas).
Esta independencia significará que el juez al hacer justicia, decidirá racional y no pasionalmente la aplicación de la norma jurídica y los principios que le rigen en procura de encontrar la correcta solución al caso concreto que, según su convicción, le diga que es, además de legal, justa.
Con ello se entenderá que el juez, que no deja de ser humano a pesar de su alta investidura, contará con su propio bagaje de ideas, valores, pensamientos, sentimientos, actitudes y aptitudes.
Decir que el juez debe ser imparcial y debe limitarse a la aplicación de la ley, es una falacia que llevaría al juez a pensar que aplica imparcialmente la ley cuando, en e l fondo impone sus propios valores.
Es necesario desarraigarse de esa falsedad y darle al juez absoluta y auténtica independencia, de modo que en sus fallos judiciales sea realmente imparcial, consecuente con un sistema democrático, de modo que no se le niegue su identidad, intimidad, raciocinio, inteligencia; su perspectiva política del mundo en que actúa; en suma su condición humana. Eso logrará un juez activo y participante en lo que debe ser su primigenia función como sujeto productor del derecho, al interpretarlo constantemente con la realidad circulante.
Es ese juez quien hace posible que la norma, ley o código que se promulgó hace más de cien años, como nuestro anciano Código Civil de 1886, pueda aún servir en la solución de conflictos, como instrumento de los jueces del siglo XXI, por lo que ellos, en sus fallos, serán acordes al régimen democrático al que dan sustento y mantenimiento.
Por ello, depende en mucho que las nuevas generaciones de políticos, gobernantes, jueces, profesores de derecho, prensa y en general, los costarricenses de hoy, hagan que el sistema judicial se adentre, cada vez más, en lo que un insigne jurista llama la dimensión política de un Poder Judicial democrático.