Carlos Díaz Chavarría
Expresaba José Ortega y Gasset que “la labor docente es el esfuerzo permanente que un nadador realiza para mantenerse a flote”. A partir de esta máxima vale preguntarse si, actualmente, ¿los docentes universitarios de nuestro país se están interesando en sumergirse en el mar de responderle pertinentemente a los estudiantes para su eficaz incursión en el mundo académico, laboral o ciudadano?, ¿estarán preparados para desarrollar una gran dosis de empatía, responsabilidad, innovación, honestidad, perseverancia, pasión y compromiso para asumir este reto?...
Desgraciadamente es sabido que muchos docentes universitarios, por más alto grado académico que posean, muchas veces no cuentan con una formación psicopedagógica que los habilite para desempeñarse exitosamente en el proceso educativo, de ahí la urgencia de que en particular, como lo señala la doctora Viviana González, los profesores reciban la preparación psicopedagógica necesaria para diseñar, ejecutar, evaluar y dirigir un proceso de enseñanza-aprendizaje que propicie un proceso dialógico y participativo, en el que docentes y estudiantes asuman de manera consciente la condición de sujetos de enseñanza y aprendizaje.
Definitivamente en el tanto el profesor se pregunte constantemente ¿para qué?, ¿cuándo?, ¿por qué? y ¿cómo? establecer el aprendizaje…, en la medida en que se “aprenda a aprender” para adaptarse y responder a los cambios permanentes, y en el tanto las universidades estén abiertas a asumir los procesos de cambio y de redefiniciones curriculares acorde con las posturas del ejercicio profesional, podrá establecer un modelo pedagógico en donde el estudiante podrá asumir una postura flexible, reflexiva, activa, coherente y constructivista a las exigencias académicas y socio-laborales de nuestros tiempos.
No hay que olvidarlo: la Universidad debe estar presente en la vida social como agente de cambio, como promotora de servicios, tal y como quedara establecido en el preámbulo de la Declaración Mundial sobre la educación Superior en el Siglo XXI: Visión y acción de 1998, al establecer que “si se carece de instituciones de educación superior e investigación adecuadas que formen a una masa crítica de personas cualificadas y cultas, ningún país podrá garantizar un auténtico desarrollo sostenible”.
En esa medida, los docentes universitarios deben procurar ser profesores constructivistas quienes traten de ser el facilitador o mediadores entre el conocimiento y el sujeto que aprende. Proponer actividades en las cuales no sea él quien enseña sino quien logra que sus alumnos descubran ese contenido de aprendizaje y al hacerlo lo puedan llevar a cabo en su vida cotidiana. Es decir, que no sea un aprendizaje solo teórico, sino práctico. Para ello, los educadores deben fomentar en sus clases la libertad de ideas, el flujo de reflexiones, el sentido del deber, la posibilidad de crítica y el impulso del pensamiento creativo en sus alumnos, para que se trasluzcan en fascinantes estímulos de convivencia social.
Definitivamente desde la condición de docentes se puede dar el paso significativo hacia ese gran reto del siglo XXI que es consolidar una educación de calidad que redunde en mejores niveles de bienestar para todos; fomentar un ámbito universitario en donde fructifiquen nuevas formas de pensar; y formar estudiantes conscientes tanto de su desarrollo profesional como personal, emprendedores, con las herramientas necesarias para tomar decisiones responsables y con la capacidad para responderle, pertinentemente, a los requerimientos de esta sociedad.
Bajo este contexto, todo docente universitario se debe preocupar por el ¿qué enseña?, ¿cómo lo enseña?, ¿para qué lo enseña?, y ¿a quién le enseña?; pues, en estas interrogantes se basa el conocimiento de la disciplina que pretenda impartir, su sana enseñanza y la adecuada incorporación de los estudiantes como profesionales de una sociedad altamente competitiva.Expresaba José Ortega y Gasset que “la labor docente es el esfuerzo permanente que un nadador realiza para mantenerse a flote”. A partir de esta máxima vale preguntarse si, actualmente, ¿los docentes universitarios de nuestro país se están interesando en sumergirse en el mar de responderle pertinentemente a los estudiantes para su eficaz incursión en el mundo académico, laboral o ciudadano?, ¿estarán preparados para desarrollar una gran dosis de empatía, responsabilidad, innovación, honestidad, perseverancia, pasión y compromiso para asumir este reto?...
Expresaba José Ortega y Gasset que “la labor docente es el esfuerzo permanente que un nadador realiza para mantenerse a flote”. A partir de esta máxima vale preguntarse si, actualmente, ¿los docentes universitarios de nuestro país se están interesando en sumergirse en el mar de responderle pertinentemente a los estudiantes para su eficaz incursión en el mundo académico, laboral o ciudadano?, ¿estarán preparados para desarrollar una gran dosis de empatía, responsabilidad, innovación, honestidad, perseverancia, pasión y compromiso para asumir este reto?...
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Las sociedades contemporáneas se enfrentan al reto de proyectarse y adaptarse a un proceso de cambio que viene avanzando muy rápidamente hacia la construcción de Sociedades del Conocimiento. Este proceso es dinamizado esencialmente por el desarrollo de nuevas tendencias en la generación difusión y utilización del conocimiento, y está demandando la revisión y adecuación de muchas de las empresas y organizaciones sociales y la creación de otras nuevas con capacidad para asumir y orientar el cambio pues la sociedad del conocimiento ha de estar en la base de toda política de promoción económica, cultural o educativa.
Tengamos en cuenta que una Sociedad del Conocimiento es una sociedad con capacidad para generar, apropiar y utilizar el conocimiento para atender las necesidades de su desarrollo y así construir su propio futuro, convirtiendo la creación y trasferencia del conocimiento en herramienta de la sociedad para su propio beneficio.
En este sentido, en la sociedad del conocimiento y del aprendizaje, las comunidades, empresas y organizaciones avanzan gracias a la difusión, asimilación, aplicación y sistematización de conocimientos creados u obtenidos localmente, o accesados del exterior. El proceso de aprendizaje se potencia en común, a través de redes, empresas, gremios, comunicación inter e intrainstitucional, entre comunidades y países. Una sociedad de aprendizaje significa una nación y unos agentes económicos más competitivos e innovadores y también eleva la calidad de vida a todo nivel.
Entonces, si el conocimiento se ha convertido en el factor crítico en cualquier actividad, es vital que los poderes públicos procuren su desarrollo y extensión. Pero ¿cómo hacerlo? Seguramente una buena fórmula sería favorecer los mismos factores que han contribuido a acelerar la implantación de la sociedad del conocimiento en los últimos años. Un primer paso sería garantizar el acceso a internet y las nuevas tecnologías de la información a todas las personas, así como los conocimientos necesarios para poder utilizarlas. Posteriormente es importante asegurarse de que la información esté disponible, y ahí los poderes públicos tienen de nuevo un importante papel que jugar, pues mucha información tienen su origen precisamente en la propia administración. Finalmente la información tiene que poder ser interpretada y asimilada, para que llegue a ser realmente conocimiento y pueda ser utilizada. La educación juega un papel fundamental en esta última fase.
En lo que respecta a la transición de América Latina y el Caribe hacia una sociedad del conocimiento en condiciones de eficiencia y equidad, se justifican nuevas formas de intervención del Estado y acciones públicas y privadas explícitamente dirigidas a una asignación óptima de recursos para alcanzar las metas deseables que las reglas del mercado, por sí solas, no aseguran. La región, entre otros desafíos, deberá buscar financiamiento para disminuir el rezago tecnológico; determinar el marco jurídico, regulatorio e institucional que asegure bajas barreras al ingreso y a la competencia entre proveedores de servicios de conexión a las redes de transmisión; disminuir la heterogeneidad en la difusión de las tecnologías de la información y comunicación; lograr mayor participación en los contenidos de información y conocimiento que transmiten las redes digitales; contrarrestar la fuerte concentración de poder que la rápida informatización coloca en manos de países industrializados y obtener mayor cooperación internacional.
Cambiar hacia la sociedad del conocimiento llevará su tiempo, y para conseguirlo es preciso comprender mejor por qué ahora el conocimiento es la clave del desarrollo y la riqueza de los pueblos. Y es preciso que la gente adquiera como valor personal la renovación intelectual; que esto no sea un patrimonio de ciertos grupos, sino que sea un valor extendido a todos los niveles de la sociedad.
Las sociedades contemporáneas se enfrentan al reto de proyectarse y adaptarse a un proceso de cambio que viene avanzando muy rápidamente hacia la construcción de Sociedades del Conocimiento. Este proceso es dinamizado esencialmente por el desarrollo de nuevas tendencias en la generación difusión y utilización del conocimiento, y está demandando la revisión y adecuación de muchas de las empresas y organizaciones sociales y la creación de otras nuevas con capacidad para asumir y orientar el cambio pues la sociedad del conocimiento ha de estar en la base de toda política de promoción económica, cultural o educativa.
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Si existe un aspecto que está caracterizando la época actual son los vertiginosos cambios tecnológicos que se están generando a nivel de algunos ámbitos del acontecer nacional e internacional como la medicina, la economía, la política, el ambiente y la comunicación, ello ha traído factores positivos como la creación de aparatos médicos que incrementan la calidad de vida o la robótica pero, a la vez, ha generado también inconvenientes desde la contaminación a partir de la gran cantidad de desechos radioactivos de las plantas nucleares hasta la dependencia, la pasividad o la deformación de nuestro propio lenguaje. Estos adelantos tecnológicos están obligando a la sociedad a redefinir el significado de la información pues la tecnología, en sí, es solamente una herramienta, y como cualquier nueva herramienta, nos fuerza a modificar lo que hacemos, y no sólo cómo lo hacemos.
En este sentido, si de impacto se trata, quizás ninguna disciplina del quehacer humano se ha visto más influenciada por tales transformaciones que el sector educativo, pues los alumnos quienes se han formado dentro de la generación digital representan una generación radicalmente diferente a las antiguas, lo cual marca claramente una diferenciación entre quienes han nacido de lleno en un mundo digital y aquellos quienes no están tan inmersos en este ámbito, es lo que el consultor estadounidense Marc Prensky llamaba el choque entre los “nativos” e “inmigrantes” digitales.
Ciertamente los niños y jóvenes se están formando dentro de un mundo en donde las computadoras, los teléfonos celulares, el ipod, el internet, la mensajería instantánea o el correo electrónico se convierten en, prácticamente, asunto de consumo todos los días, lo cual produce, efectivamente, el querer la búsqueda de una mayor precisión y rapidez del conocimiento acorde con las también vertiginosas demandas de nuestro tiempo. Sin embargo, ¿qué sucede con los alumnos adultos, quienes poseen características disímiles de aprendizaje, y pertenecen a otra generación educativa, pero no se encuentran exentos del uso de esta injerencia de la tecnología? Definitivamente los adultos deberían hacer el esfuerzo, “tener la audacia”, de adaptarse a esa nueva realidad de, se podría decir, la “materia prima” presentada por la tecnología para buscar generar una mayor calidad educativa. Pues sería prácticamente imposible negarse a dicho predominio digital.
No se debe olvidar que los sistemas educativos deben ser de una capacidad muy superior a la actual, se requiere una formación continua y diversificada que responda a las exigencias de información, comunicación y calidad en la cultura de su tiempo. Ciertamente las distancias entre quienes pertenecen a la era digital y quienes a la pre-digital pueden implicar una difícil coordinación de comunicación, empero la tarea de acercamiento, por ambas partes, no se debe volver imposible.
Definitivamente no basta el solo hecho de tener la intención de hacerlo, se espera el compromiso y la responsabilidad de los involucrados en el ámbito educativo, tanto de los nativos como de los inmigrantes digitales, para profesionalizarse, con el fin de diseñar y plasmar metodologías que permitan una mayor comprensión y aplicación de los recursos tecnológicos en una forma más motivadora y autodirigida. Por eso, pese a los señalamientos que algunos le hacen a la tecnología, como por ejemplo de que incentiva el sedentarismo, lo fundamental es tener en cuenta que la importancia de la tecnología estriba en lo que se pueda realizar con ella para lograr una educación de mayor calidad.
Comentario de Carlos Díaz Chavarría
Si existe un aspecto que está caracterizando la época actual son los vertiginosos cambios tecnológicos que se están generando a nivel de algunos ámbitos del acontecer nacional e internacional como la medicina, la economía, la política, el ambiente y la comunicación, ello ha traído factores positivos como la creación de aparatos médicos que incrementan la calidad de vida o la robótica pero, a la vez, ha generado también inconvenientes desde la contaminación a partir de la gran cantidad de desechos radioactivos de las plantas nucleares hasta la dependencia, la pasividad o la deformación de nuestro propio lenguaje.
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Aristóteles, en su Política, que es considerado como el primer tratado sobre “las cosas de la ciudad”; afirma que “el fin de la política, como una tarea de y para los ciudadanos, no es el vivir; sino, el vivir bien”. Es decir, procurarles la felicidad a todos sus miembros. No obstante, con excesiva frecuencia, la política no se ha practicado como un instrumento para la “vida buena” de las sociedades, sino para la permanencia y reproducción de intereses, los cuales tienen muy poco que ver con esa original misión de servicio ciudadano, por ejemplo en los últimos años la política se ha visto reducida, muchas veces, a la disputa por el poder con el fin de conquistar algún cargo. En este sentido, la lucha política dista mucho de ser una consolidación de proyectos y sueños, para convertirse en la consecución o preservación de ventajas para algunos, quienes, necesariamente, no son los mejores o no poseen las mejores intenciones.
Por eso hoy que tenemos como antesala ciertos abusos de poder en nuestro país, que gran cantidad de personas manifiestan su apatía hacia el contexto político, que ya no se desea emitir el sufragio o que algunos han hecho de la política un buen negocio, conviene recordar que la política en su fundamento no es solamente una competencia por espacios de poder, un monopolio de los partidos, un signo de colones o dólares o el privilegio de unos cuantos. Antes, como ahora, es vital comprender que a la política la siguen calificando sus fines, es decir, sus contribuciones para el “vivir bien” de la sociedad y, por ende, su capacidad de involucrar activamente a los habitantes para mejorar sus vidas.
Entonces más allá de ser concebida como una disputa de poder y un pretexto para dividir a la sociedad, la política debe seguir siendo el instrumento privilegiado para allanar diferencias, enmendar desigualdades, establecer consensos sanos y reajustar nuestro tejido social. Porque quienes más se acerquen al sentido original de la política, como un medio para la acción social y no como un fin interesado; y quienes la cultiven como la oportunidad de servirle a la ciudadanía, posiblemente tendrán las mayores posibilidades y los mejores argumentos en la competencia por la responsabilidad de contribuir con el bienestar de la sociedad y por alcanzar puestos de gran compromiso político.
Indudablemente la política importa, y mucho, para el “vivir bien” de los pueblos, pues sin una buena política no se podrá alcanzar un auténtico desarrollo humano y social. Esto implica que la ecuación de la política queda definida, por un lado, por el cambio para adaptarse a una sociedad que está en constante transformación, y, por otro, la permanencia en objetivos, principios y fines para dotar de justicia y bienestar a la Patria.
De ahí que, en definitiva, el repensar hoy la política constituye una función socialmente necesaria ya que es, a la vez, apostar a la sana transformación democrática de nuestra sociedad. Por eso el cambio democrático, es decir, el desarrollo, la concepción y maduración de una nueva cultura política, no puede abandonarse al azar, porque en esa capacidad de innovación, y de repensar la política, se juega el “vivir bien” de nuestro país pues es el sitio que los partidos políticos, y los respectivos representantes, deberán ocupar en un renovado escenario democrático, y es nuestra oportunidad para contribuir, responsablemente, a la transparencia del poder político.
Definitivamente alguien que se queda indiferente ante esa relación política-social en la que se ha sustentado el conjunto de la sociedad tanto contemporánea como de todas aquellas que le han antecedido, y no hace lo que esté en sus manos para tratar de promover un activo y transparente accionar político desde sus particulares posibilidades, perfectamente puede convertirse en una especie de “zángano” que sólo se beneficia de los esfuerzos de otros y no coadyuva con el más elemental principio de justicia y progreso en la construcción de mejores condiciones para el bien común. Pues tal y como lo señaló el político estadounidense, Theodoro Roosevelt, “una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser grande o dejará de ser democracia”.
Aristóteles, en su Política, que es considerado como el primer tratado sobre “las cosas de la ciudad”; afirma que “el fin de la política, como una tarea de y para los ciudadanos, no es el vivir; sino, el vivir bien”. Es decir, procurarles la felicidad a todos sus miembros.
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En mil ochocientos cincuenta y siete, en Nueva York, un grupo de obreras textiles murió a manos de la policía por defender sus derechos laborales al demandar un salario decoroso y la reducción de su jornada de dieciséis a diez horas. Igual suerte corrieron diecinueve trabajadoras de la Fábrica Cotton de Nueva York en 1909, al morir quemadas vivas por buscar un trato laboral justo. Tales masacres, símbolos evidentes de una ancestral opresión que ha martirizado a millones de inocentes mujeres, fueron los móviles para que en 1910, por iniciativa de la líder feministas alemana Clara Setkin y en memoria de las trabajadoras muertas en defensa de sus derechos, se proclamara el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, precisamente como una manera de inculcarles a las personas una lúcida toma de conciencia sobre el derecho que tiene el sector femenino de ocupar realmente el lugar que como humanas les corresponde dentro de la sociedad.
Ciertamente al establecer una lectura comparativa de la realidad actual con la vivida años atrás, se ha logrado bastante a favor de la efectiva reivindicación femenina, en gran medida gracias a que la Década de la Mujer de las Naciones Unidas evidenció con mayor vehemencia la situación real de la mujer en el mundo al forzar, a las organizaciones nacionales e internacionales, a enfocarse en el necesario cambio de posición social para el ámbito femenino. No obstante, lastimosamente, todavía en muchos aspectos como en el laboral, penal, educativo, técnico-profesional o intrafamiliar, sigue existiendo una falta de desconocimiento o desidia por parte de la sociedad, por eso es mucho lo que todavía queda por hacer para, por ejemplo, erradicar los privilegios laborales por género, prevenir tenazmente la violencia doméstica, consolidar una equitativa representación femenina en puestos de elección popular, aplicar con mayor rigor las leyes que resguardan la calidad de vida de las mujeres o mermar ese ambiente de opresión que muchas aún continúan viviendo que las relega a espacios plagados de abusos, discriminación, dificultades y frustraciones.
En este sentido, tanto las organizaciones públicas como las privadas, cuyo destino es ayudar al sector femenino en sus diferentes problemáticas, los partidos políticos, el Gobierno, la Iglesia y todas aquellas personas que, de una u otra forma por sus propios medios, hacen aportes significativos al respecto, deben trabajar desde las bases del conflicto de manera que se logre una positiva convivencia entre mujeres y hombres para que juntos, solidariamente humanizados, puedan sentar los cimientos de una sociedad más igualitaria. Sin embargo, debemos tener plena conciencia de que este proceso de concientización no es de una fecha en especifico, ni de una semana o un mes, ni de años, por el contrario, debe ser motivo de reflexión constante y de toma de acciones urgentes, firmes y precisas que hagan valer y notar a las mujeres frente a ese sistema machista que por milenios las ha desplazado a sombras.
Solamente de esta manera se proyectará, con mayor lucidez y solidaridad, la conmemoración del 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer como una manera de hacer de la tolerancia, el respeto a las diferencias, la fraternidad, el diálogo y la justicia los valores que guíen la presente y futura convivencia entre mujeres y hombres porque, en definitiva, es la concertación de géneros la única ruta por seguir para poder trabajar hermanados en la búsqueda de una sociedad a la altura de nuestra naturaleza de humanos.
Feliz Día Internacional de la Mujer para todas aquellas mujeres quienes han sido y son arquitectas de su destino, quienes han roto con sus voces y sus acciones esos papeles patriarcales que por milenios han amordazado la inteligencia y la capacidad femenina. A aquellas mujeres, conocidas o anónimas, quienes han hecho patente que parte de la Historia de la humanidad ha sido escrita, y se sigue escribiendo, con esencia de mujer…
En mil ochocientos cincuenta y siete, en Nueva York, un grupo de obreras textiles murió a manos de la policía por defender sus derechos laborales al demandar un salario decoroso y la reducción de su jornada de dieciséis a diez horas. Igual suerte corrieron diecinueve trabajadoras de la Fábrica Cotton de Nueva York en 1909, al morir quemadas vivas por buscar un trato laboral justo.
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La masculinidad, en su sentido tradicional y conservador, se ha concebido como una construcción social mediante la cual a lo masculino se le ha asignado una posición de superioridad sobre lo femenino, en donde los rasgos como el miedo, el llanto, la sensibilidad o el dolor le son prohibidos. Esta manera de entender el comportamiento humano ha representado un costo muy alto para muchos hombres pues abarca comportamientos como la violencia presentada por muchos al volante, los descuidos sobre su propia salud, la delegación total de los asuntos de crianza de los hijos a las mujeres, situaciones de discriminación y violencia, o, en el peor de los casos, en la incapacidad para crecer emocionalmente como humano.
No obstante, en estos cambiantes tiempos de crecimiento intelectual y espiritual, es básico deconstruir dicho estereotipo masculino para dar paso a una nueva masculinidad, en donde se consolide la superación de las barreras que impone el modelo patriarcal machista para construir una masculinidad en la cual los hombres tengan opción de liberar las expresiones de su subjetividad. Es decir, consiste en poder expresar sus emociones, llorar sin ser señalados, abrazar y besar a sus hijos sin ser juzgados, aceptar que son vulnerables, atreverse a pedir ayuda y apoyo, participar de un modo más cercano y completo en la crianza de los hijos, ser parte activa de las responsabilidades del hogar más allá del aspecto económico o emplear métodos no violentos para resolver los conflictos.
En este sentido, seguir reforzando la idea de que el sector masculino debe ser, básicamente, el garante de la economía de la familia y la autoridad en los hogares, dentro de una sociedad en la cual los altos niveles de escolarización de la población femenina y la masiva incorporación de las mujeres al mundo laboral son evidentes, es ponerle freno a esta nueva evolución humana tan imprescindible para el equilibrio social de nuestro país. Por supuesto se debe tener claro que el hecho de que las mujeres sean cada vez más proactivas, no significa que quieran o deban prescindir de la energía, sensibilidad e inteligencia del sector masculino, en este siglo se necesita compartir los gastos y las tareas tanto como se requiere de apoyo o de un abrazo; en definitiva, es apostar por una mayor calidad de vida tanto para mujeres como para hombres.
Sin embargo, el influjo de la cultura patriarcal que es alimentado a diario en la casa, la escuela, el ámbito laboral y los medios de comunicación, constituye la principal barrera para alcanzar esta “sensibilidad masculina”, de ahí que se requiera de un verdadero salto ideológico en la percepción de la virilidad para ascender a una nueva y sana comprensión de las relaciones interpersonales. Ello exige que, de una forma más madura, el ámbito familiar, los centros educativos, los medios de comunicación y las instituciones que trabajan por la igualdad de oportunidades, eduquen, concienticen e impliquen al sector masculino a una mayor reflexión sobre lo que, actualmente, constituyen los valores sobre los cuales se asienta el ser hombre.
En este sentido qué conveniente sería que, por ejemplo, quienes son padres tomen un poco de su tiempo para reflexionar qué tipo de padre están siendo, qué masculinidad es la que están poniendo en práctica como ejemplo para sus hijos y qué tan cercanos y amorosos son con ellos, porque recordemos que padre no es quien engendra, padre es quien guía, acompaña, motiva, respeta, dignifica y ama a sus hijos; quien posee una responsabilidad moral, espiritual, intelectual y social para con ellos; quien es partícipe de los sueños, metas y esperanzas de sus hijos; es, sencillamente, emprender, responsablemente y lejos de los convencionalismos, la labor de cultivar en el corazón de sus hijos la semilla de un amor constante para hacer de ellos ciudadanos de bien.
Definitivamente es hora de apostar por un nuevo modelo de masculinidad, basado en la igualdad, la justicia, el respeto, la sensibilidad y la solidaridad, con la convicción de que la igualdad de oportunidades para el sector femenino no será posible sin la deconstrucción de la jerarquía patriarcal de orden autoritario y la implementación de una dignificante liberación masculina.
La masculinidad, en su sentido tradicional y conservador, se ha concebido como una construcción social mediante la cual a lo masculino se le ha asignado una posición de superioridad sobre lo femenino, en donde los rasgos como el miedo, el llanto, la sensibilidad o el dolor le son prohibidos. Esta manera de entender el comportamiento humano ha representado un costo muy alto para muchos hombres pues abarca comportamientos como la violencia presentada por muchos al volante, los descuidos sobre su propia salud, la delegación total de los asuntos de crianza de los hijos a las mujeres, situaciones de discriminación y violencia, o, en el peor de los casos, en la incapacidad para crecer emocionalmente como humano.
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