Miguel Valle Guzmán
Como ahora los políticos se han impuesto la tarea de “reducir la brecha social”, encuentran justificado el aumento de los impuestos para redistribuir el ingreso nacional. Las más recientes experiencias desmienten esa pretensión.
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Antes de la Gran Depresión de l929, los economistas no creían que el Gobierno debía- o al menos podía- manejar la economía y mucho menos controlar las recesiones y depresiones. Estas eran consideradas inevitables pues eran atribuidas a guerras y otros sucesos del mercado mundial, sobre los que los gobiernos locales no podían tener control alguno. A raíz de ese evento, que conmocionó al mundo, el famoso economista inglés John Maynard Keynes y sus epígonos, sostuvieron la tesis de que, al menos en los países grandes, la economía nacional funciona al margen de lo que suceda en el resto del planeta, pues depende fundamentalmente del gasto público y ésto a su vez, permite que el Estado-nación y su Gobierno puedan convertirse en amos y controladores de la economía nacional. El Presidente Franklin Roosevelt y sus asesores aplicaron estas doctrinas con singular fortuna bajo el programa que denominaron “New Deal”. Al asumir Roosevelt el poder por primera vez, el 04 de Marzo de 1933, aumentó la carga tributaria, introdujo profundas reformas en el campo social y emprendió grandes obras públicas. Mediante esta política logró vencer la depresión, lo que le deparó una gran popularidad y le permitió ser electo por tres períodos más- caso único en la historia de los Estados Unidos - y pasar a la historia como el salvador de su país y el principal triunfador en la Segunda Guerra Mundial.
Pero como no le es dado a ningún líder ni a ningún Gobierno arreglar los problemas “de una vez por todas”, como reclaman nuestros políticos de campanario, con el paso del tiempo, el excesivo gasto público y el creciente intervencionismo estatal, demostraron que estas teorías también tenían su lado flaco y podían traer consecuencias indeseables. Como resultado del abuso de los políticos vividores y de la aplicación irrestricta de las recetas keysenianas, los Gobiernos en las principales naciones del mundo se transformaron rápidamente en lo que Peter Drucker, en su obra “La Sociedad Postcapitalista” denomina Estados fiscales o “Megaestados”. Y, como el mal ejemplo cunde, estas políticas, con algunos años de retraso, también se han adoptado en las llamadas “economías en desarrollo”, entre las cuales estamos incluidos. En el “Megaestado”, cualquiera que sea el país en que se haya establecido, no hay límite racional a lo que el Gobierno puede obtener por impuestos o endeudamiento y, por consiguiente, tampoco hay límite a lo que éste puede gastar. Aunque nunca se haya declarado explícitamente en toda su crudeza, salvo en los países comunistas, esto implica en la práctica, que “El Megaestado” es dueño de todo, salvo de aquella parte que generosamente le permite al contribuyente conservar. Lo peor de todo esto, es que, pese a las buenas intenciones de Keynes y sus seguidores, los políticos inescrupulosos han transformado “ El Megaestado”, en “Estado Despilfarrador” y cada vez más se grava a los sectores productivos de la sociedad, para patrocinar costosos programas sociales de dudosa eficacia, pero que les sirven a estos políticos para comprar los votos de ciertos sectores, que a la postre resultan estafados en sus aspiraciones, lo que finalmente, se refleja en el peligroso abstencionismo electoral que experimentan casi todos las democracias del mundo. Mientras El Estado siga creciendo indefinidamente al ritmo actual y aumentando su inútil burocracia, no cesará el clamor de los gobernantes por nuevos ingresos. Por eso de previo a que la Asamblea Legislativa vote el nuevo plan fiscal que ha enviado el Ministro de Hacienda, resultaría muy ilustrativo un debate a escala nacional sobre el tema del tamaño del Estado y sus atribuciones.
Antes de la Gran Depresión de l929, los economistas no creían que el Gobierno debía- o al menos podía- manejar la economía y mucho menos controlar las recesiones y depresiones. Estas eran consideradas inevitables pues eran atribuidas a guerras y otros sucesos del mercado mundial, sobre los que los gobiernos locales no podían tener control alguno.
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Al amparo del TLC y tras un largo y complicado proceso de selección, dos empresas extranjeras han sido autorizadas para romper el monopolio estatal en el campo de la telefonía celular, que actualmente ofrece un servicio deficitario. Es un principio universalmente reconocido que una sana competencia en todos los campos, siempre redunda en beneficio de los usuarios, como quedó demostrado en el caso de la apertura a los bancos privados, que tanta oposición generó en su momento, dentro de los partidarios del inmovilismo estatista y que hoy, hasta los defensores honestos de la banca estatal reconocen que sólo beneficios ha generado al país. Por esto leímos con estupor que “La Nación”, en la página 4A de su edición de 18 de Setiembre, informa que: “lucha política, miedo a las radiaciones y burocracia municipal se han confabulado para frenar la instalación de las redes de telefonía celular privadas”.
La existencia de una confabulación en ese sentido resulta preocupante y pone al desnudo la crisis de autoridad que sufre el Estado costarricense, que, por una parte invita a los empresarios a participar en el concurso y por otra, por boca de la señora Presidenta, manifiesta que “es difícil que el Gobierno pueda hacer algo más” para permitirle a las Compañías que cumplan con su compromiso de desarrollar la primera fase de la red en el área metropolitana, en el mes de Julio del 2012, por cuanto, en este caso, la oposición a los trabajos proviene de las Municipalidades, que son entidades autónomas. Como todos sabemos, el campo de acción de las Municipalidades está limitado exclusivamente, a los asuntos que son del interés particular de cada cantón, pero evidentemente se exceden en sus atribuciones cuando pretenden frenar proyectos de interés nacional. Con el debido respeto nos permitimos recordar a la señora Presidenta, que Costa Rica es una República unitaria y no una Federación de ochenta y un estadúsculos soberanos.
La situación actual nos recuerda el conflicto que generó el establecimiento de INTEL. Los mismos grupos que se opusieron al TLC y que en su momento echaron mano a los argumentos más absurdos y ridículos, que el simple transcurso del tiempo se ha encargado de refutar, en su oportunidad también se opusieron a INTEL e impresionaron a mucha gente con la amenaza de las temidas radiaciones que iba a generar la planta. Afortunadamente en esa oportunidad el Gobierno no se dejó intimidar por los populistas, que en el fondo se oponen a toda inversión extranjera por razones meramente políticas y no técnicas y la planta, contra viento y marea, se instaló con los resultados que todos conocemos. Los sombríos pronósticos de las aves de mal agüero no se cumplieron y hoy día INTEL es el principal exportador del país, compensando en esta forma las disminuciones sufridas en los últimos años, en la exportación de nuestros productos tradicionales.
El estupor e indignación que nos causó la noticia que comentamos, la atenúa el hecho de que en la misma edición del periódico, página 5A, se informa que SUTEL, en coordinación con el Ministerio de Salud lanzará una campaña de radio y televisión, para desvirtuar los temores que los eternos partidarios del NO, pretenden inculcar en la población menos informada. Es de esperar que finalmente el buen juicio se imponga y la telefonía celular privada pueda instalarse para beneficio de todos, pues estaríamos enviando una pésima señal a los eventuales inversionistas, que son necesarios para el desarrollo del país, si permitimos que la charlatanería y el populismo demagógico den al traste, una vez más, con un proyecto de indiscutible beneficio nacional.
Al amparo del TLC y tras un largo y complicado proceso de selección, dos empresas extranjeras han sido autorizadas para romper el monopolio estatal en el campo de la telefonía celular, que actualmente ofrece un servicio deficitario. Es un principio universalmente reconocido que una sana competencia en todos los campos, siempre redunda en beneficio de los usuarios, como quedó demostrado en el caso de la apertura a los bancos privados, que tanta oposición generó en su momento, dentro de los partidarios del inmovilismo estatista y que hoy, hasta los defensores honestos de la banca estatal reconocen que sólo beneficios ha generado al país. Por esto leímos con estupor que “La Nación”, en la página 4A de su edición de 18 de Setiembre, informa que: “lucha política, miedo a las radiaciones y burocracia municipal se han confabulado para frenar la instalación de las redes de telefonía celular privadas”.
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Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría de los Estados del mundo entero, se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que, al menos teóricamente, se establece que el Jefe del Poder Ejecutivo y los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado, mediante el voto mayoritario de los ciudadanos, lo cual resulta su único denominador común, pues bajo otros parámetros, muchos de estos Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí. Esta circunstancia revela el carácter meramente formal de la Democracia, que sitúa, por encima de todo, la expresión de la voluntad popular, sin subordinación a ningún principio superior. La Democracia en nuestros días es la culminación de un largo proceso, iniciado en el Renacimiento, continuado por la Revolución Francesa de l789, y desarrollado en los siglos XIX y XX, mediante el cual el hombre quiso liberarse de toda instancia superior y forjar su destino en base a una libertad autónoma y sin límites.
Más que la adopción puramente nominal de una Constitución, que puede ser un apéndice artificialmente agregado, lo que define a un pueblo en el verdadero sentido de la palabra y no como una simple suma de individualidades, es el acervo cultural constituido por el conjunto histórico de las generaciones unidas, no solamente de las actuales sino las de sus padres y abuelos y el reconocimiento de valores comunes, que en cada generación bien consciente de sus propias raíces, se profundizan y perfeccionan cada vez más. Es un hecho comprobado que los individuos y la sociedad misma se frustran si no se ponen voluntariamente al servicio de una Verdad que la trascienda y el alma de los pueblos, que se manifiesta en su cultura y ante todo y por encima de todo, en la expresión de su vida religiosa, le brinda refugio al individuo, que al comulgar en esos valores comunes se transforma, ya que de esa forma, al integrarse en algo que lo trasciende, logra vivir en un plano superior. Este es el fundamento de un auténtico patriotismo y de un legítimo orgullo nacional. Pero cuando esa voluntad del pueblo padece mengua, la sociedad se atomiza y desaparecen los vínculos de unidad. En este caso no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Se establece la lucha de partidos, de clases y de grupos sociales con sus particulares intereses y surge la necesidad del diálogo y la transacción para restablecer, aunque sea precariamente, el orden destruido por la ruptura del común acervo cultural. Al rehusar someterse a una finalidad superior, la Democracia ha caído en un relativismo enervante. En su esencia, las democracias permanecen indiferentes ante el bien y el mal y si son tolerantes, es porque han perdido la fe en la Verdad. Al desinteresarse de la Verdad abandonan su descubrimiento al sufragio de la mayoría. En este mar de anarquía y de vacío naufragan las actuales generaciones, que aunque no lo admitan, están sedientas de un liderazgo que las saque de las tinieblas de la indefinición y del sin sentido.
Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría de los Estados del mundo entero, se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que, al menos teóricamente, se establece que el Jefe del Poder Ejecutivo y los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado, mediante el voto mayoritario de los ciudadanos, lo cual resulta su único denominador común, pues bajo otros parámetros, muchos de estos Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí.
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Esta rara entelequia que algunos políticos o aspirantes a tales han dado en llamar “democracia participativa”, es un proyecto inviable, que termina por negarse a sí mismo, pues un gobierno en el que todos gobiernen, es una contradicción en los términos que solo puede conducir al caos y a la anarquía. La complejidad de la Administración del Estado hace imperativo que el Poder, en sus diversas formas, radique en determinados órganos, que normalmente son los encargados de tomar las decisiones apropiadas, que todos los ciudadanos estamos obligados a respetar. Aunque sería muy del agrado de los agitadores profesionales, ningún país puede ser gobernado a base de referendos. Antes de continuar, permítasenos dejar muy en claro, que lo anterior no significa, ni mucho menos, que los gobernantes puedan prescindir del respaldo popular. Éste es imprescindible, porque contrariamente a lo que algunos suponen, el Gobierno en última instancia, no descansa en la fuerza ni en la imposición, sino en la aquiescencia de los gobernados. Aunque parezca increíble, muchos regímenes ya fenecidos, que hoy miramos con horror, contaron en su momento inicial con un amplio respaldo popular, pues la Historia enseña que los pueblos también se equivocan, al igual que las personas. La Alemania nazi, la Rusia soviética y hasta el vulgar régimen de Gadaffi tuvieron en su momento, una amplia aceptación en sus países, pues de no haber sido así, estos movimientos jamás hubieran podido consolidarse en el poder.
Pero el hecho de que el ejercicio tranquilo del poder debe descansar en un amplio respaldo popular, no nos debe llevar al equívoco de suponer que el Gobierno tenga que estar consultando todos sus actos y medidas con los administrados o tolerar su intromisión en las funciones que le son propias. Como aparentemente aquí todos estamos dormidos, a excepción de quienes trabajan incansablemente por cambiar el país que nos heredaron nuestros padres y abuelos, no sé cómo pudo aprobarse la reforma al artículo 9 de la Constitución Política, que declaraba que el Gobierno de la República es popular, representativo, alternativo y responsable, para agregarle, por Ley 8364 de 1 de Julio del 2003, el calificativo de ”participativo”, el cual ha dado pie a los agitadores para considerarse “cogobernantes” y con tal pretexto, movilizar a las masas conforme a sus intereses. Ya estamos cosechando los frutos de tantos años de demagogia barata, pues, como por una u otra razón lo comprobamos todos los días, nuestro otrora tranquilo y ordenado país se ha tornado ingobernable : la constante injerencia de los sindicatos del sector público y otras organizaciones sociales del mismo corte, aunada a la falta de autoridad y al crecimiento desmedido de la burocracia, son los principales obstáculos que causan desconcierto y desaliento en los ciudadanos y frenan nuestro progreso.
Pero como dice un antiguo refrán popular “lo bueno que tiene esto, es lo malo que se está poniendo”, se percibe en el país el sentimiento generalizado de que esto no puede continuar así; que es preciso restablecer el principio de autoridad; que el proceso que nos ha conducido al lamentable estado en que ahora nos encontramos, debe revertirse. Sobre todo esto tendremos que ahondar en próximos comentarios.
Esta rara entelequia que algunos políticos o aspirantes a tales han dado en llamar “democracia participativa”, es un proyecto inviable, que termina por negarse a sí mismo, pues un gobierno en el que todos gobiernen, es una contradicción en los términos que solo puede conducir al caos y a la anarquía. La complejidad de la Administración del Estado hace imperativo que el Poder, en sus diversas formas, radique en determinados órganos, que normalmente son los encargados de tomar las decisiones apropiadas, que todos los ciudadanos estamos obligados a respetar.
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A raíz de la invasión de Nicaragua a nuestro territorio, algunas personas han salido a la prensa, condenando cualquier intento de confrontar la agresión por la fuerza y abogando por una solución pacífica al conflicto ante los foros internacionales. Considerando que desde el año l949, al proscribir constitucionalmente el ejército como institución permanente, nuestro país renunció a la autodefensa de su territorio, no parece que tengamos por el momento, otra alternativa que la que el actual Gobierno ha escogido. Después de recurrir inútilmente a la OEA, en donde obtuvimos el apoyo casi unánime de los países miembros, pero sin ningún logro positivo, el Gobierno llevó el caso ante la Corte Internacional de Justicia, con un resultado que en principio podríamos considerar favorable, pero que en realidad constituye un triunfo pírrico, pues se da por descontado que la sentencia definitiva se dictará dentro de tres o cuatro años, cuando el conflicto ya esté resuelto en alguna otra forma o la invasión se haya consolidado. Por el momento ya hemos visto que las turbas que manipula el gobierno del vecino país ni siquiera permiten que funcionarios internacionales imparciales entren en paz al área del conflicto, para valorar los daños causados. La situación no resulta muy halagüeña, sin que se vislumbre la posibilidad de una pronta solución al conflicto, al menos mientras los sandinistas continúen en el poder, pues estos populistas manipulan cínicamente el artificial problema que han creado, para exacerbar en las masas un confuso sentimiento nacionalista, mediante el cual logran desviar la atención de un vasto sector del electorado de la calamitosa situación en que se encuentra su país. No sabemos cómo terminará este embrollo, pero por el momento mi interés es referirme brevemente a la extraña dicotomía que los autores de los citados comentarios parecen encontrar entre el Derecho en sentido objetivo y la fuerza, a los que consideran como conceptos opuestos, cuando en realidad son complementarios. El Derecho sin la fuerza es papel mojado y la fuerza bruta sin el Derecho que la legitime, resulta simple opresión. Es curioso que incluso quienes se dicen abogados, incurran en el error de separar el Derecho y la fuerza, cuando nuestra propia Constitución Política , en su artículo 153 y la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 1, mandan con toda claridad, que los Tribunales deben recurrir a la fuerza, cuantas veces sea necesario para hacer respetar sus mandatos. Por eso la Justicia, simbolizada a la entrada de nuestra Corte Suprema, se la representa como una doncella con los ojos vendados, que sostiene en una mano la balanza, con la que debe pesar los argumentos de los contendientes y en la otra, empuña una espada, para imponer sus decisiones en caso de que no sean voluntariamente acatadas. En uno de esos comentarios, pacifistas a ultranza, se califica absurdamente a “la defensa de la frontera” como un “concepto abstracto”, por el que no vale la pena sacrificar ni una gota de sangre, pues para eso están los abogados y los tribunales internacionales. Considero que ante los resultados decepcionantes de las gestiones de nuestro Gobierno, ya todos sabemos qué podemos esperar de tales Tribunales! Un verdadero jurista, el ilustre romanista Rudolf von Ihering, posiblemente desconocido por los autores de esos comentarios leguleyos a los que nos referimos, en un pequeño opúsculo titulado “La Lucha por el Derecho”, decía que “la energía y el amor con que un pueblo defiende sus leyes y sus derechos, están en relación proporcional con los esfuerzos y trabajos que les haya costado el alcanzarlos” y más adelante agregaba: “El cobarde que abandona el campo de batalla, salva lo que otros sacrifican- su vida- pero la salva al precio de su honor”. Este pequeño país lo forjaron anteriores generaciones que supieron luchar con honor y valor, para asegurarnos el país que hoy tenemos. A las actuales, les corresponde defender en el terreno que sea, el legado de nuestros mayores, y para esto debemos prepararnos con responsabilidad y patriotismo, pues nuestro actual estado de indefensión, que los pacifistas inexplicablemente califican como “nuestra fortaleza”, solo sirve para incitar a la camarilla que nos amenaza, a mostrarse cada día más agresivos e irrespetuosos.
12 de Abril de 2011.
A raíz de la invasión de Nicaragua a nuestro territorio, algunas personas han salido a la prensa, condenando cualquier intento de confrontar la agresión por la fuerza y abogando por una solución pacífica al conflicto ante los foros internacionales. Considerando que desde el año l949, al proscribir constitucionalmente el ejército como institución permanente, nuestro país renunció a la autodefensa de su territorio, no parece que tengamos por el momento, otra alternativa que la que el actual Gobierno ha escogido.
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Cada cuatro años, al renovarse el equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas, terminan por enviar a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar los impuestos ya existentes y/o creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado con las clásicas muletillas de la necesidad” de solucionar de una vez por todas”, la penuria del Gobierno y asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”. Acorde con estas premisas, el Presupuesto ha venido elevándose en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá aumentando, si es que no hacemos un alto en el camino y revisamos los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce, en la economía del país en general y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de resolver sus problemas “de una vez por todas”. A lo más que podemos aspirar es a encontrar la “mejor solución”, para un momento determinado. Así pues, con sentido crítico, aboquémonos a considerar adonde nos han llevado las corrientes estatizantes que, con diversos matices, han compartido la mayoría de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Adelantándonos a posibles reproches, empecemos por reconocer que el gasto público, dentro de límites razonables, está justificado por muchas finalidades necesarias e incluso nobles. El individuo debe corresponder a los privilegios que le otorga su ciudadanía, pues nace en deuda con la sociedad y en consecuencia , debe, en la medida de sus posibilidades, contribuir, dentro de sus posibilidades, a la defensa del Estado, a la conservación de la salud, a la instrucción pública, a la administración de la justicia y al mantenimiento del orden. Sólo los apátridas no tienen tales obligaciones, pero éstos, a su vez, se encuentran en una triste condición, sin bandera que los cobije, desvinculados de su medio social y desprovistos de toda tradición y orgullo nacionales. En una sociedad con sentido de unidad, contribuir a los gastos del Estado no sólo debiera ser una obligación, sino el ejercicio patriótico de un derecho, indispensable para poder gozar de todos los atributos de la ciudadanía. Lamentablemente en los tiempos actuales, cuando la degradante politiquería de los partidos consiste simplemente en ganar votos, ofreciéndoles a las grandes masas regalías y beneficios sin exigirles, a cambio el más mínimo esfuerzo, proponer esta meta no pasa de ser una ingenua y nostálgica utopía. Las consecuencias del llamado “paternalismo de Estado” se encuentran a la vista: varias generaciones de compatriotas, a los que se suman los extranjeros a los que se les permite ingresar al país en condiciones de extrema pobreza , siguiendo la prédica de los demagogos que los azuzan, se consideran exentas de toda obligación para con este país y hasta para con sus familias y, en cambio reclaman , incluso violentamente, que se satisfagan todas sus necesidades,, a costa del Erario público. La palabrería insulsa de políticos demagogos, ha reemplazado la dignidad del patriotismo de nuestros padres y abuelos. El árbol de una burocracia improductiva crece frondoso, regado con el esfuerzo de los contribuyentes y El Estado, en vez de recortar gastos innecesarios, no encuentra otra solución que aumentar la pesada carga tributaria que llevan sobre sus espaldas los sectores productivos. Es evidente que así no podemos continuar indefinidamente. Estos mismos despreocupados, que nunca en su vida han pagado una planilla ni contribuido en forma alguna a la generación de empleo, son los que defienden el aumento de los tributos, con el especioso argumento de que en otros países las cargas son aún mayores, lo cual puede ser cierto, pero se olvidan de que la estimación justa del monto de los impuestos es un problema de proporción. Pretender comparar nuestra carga tributaria con la de países desarrollados es pura charlatanería demagógica. En un régimen de libertad, ninguna economía puede desarrollarse a base de sangrar al contribuyente al extremo de desincentivarlo. Tampoco puede impulsarse el desarrollo a base de convertir al Estado en empresario, encomendándole tareas que la iniciativa privada puede cumplir en forma más barata y eficiente. Estos principios que se han tratado de desvirtuar con torcido propósito, volverán a ser claros y evidentes tan pronto como se elimine o se anulen las prédicas de los politicastros que enredan las cosas más simples, para reclutar prosélitos, presentándose como mesiánicos benefactores de los pueblos.
22 de Febrero de 2011.
Cada cuatro años, al renovarse el equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas, terminan por enviar a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar los impuestos ya existentes y/o creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado con las clásicas muletillas de la necesidad” de solucionar de una vez por todas”, la penuria del Gobierno y asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”. Acorde con estas premisas, el Presupuesto ha venido elevándose en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá aumentando, si es que no hacemos un alto en el camino y revisamos los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce, en la economía del país en general y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de resolver sus problemas “de una vez por todas”.
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