Miércoles, 26 Octubre 2011 05:09

Más impuestos: para qué?

Antes de la Gran Depresión de  l929, los economistas no creían que el Gobierno debía- o al menos  podía- manejar la economía y mucho menos controlar las recesiones y depresiones. Estas eran consideradas inevitables pues eran  atribuidas a guerras y otros  sucesos del mercado mundial, sobre los que los gobiernos locales no podían tener control alguno. A raíz de ese  evento, que conmocionó al mundo, el famoso  economista inglés John Maynard  Keynes y sus epígonos, sostuvieron la tesis de que, al menos en los países grandes,   la economía nacional funciona al margen de lo que suceda en el resto del planeta, pues depende fundamentalmente del  gasto público y  ésto  a su vez,   permite  que  el Estado-nación y su Gobierno puedan convertirse en amos y controladores de la economía nacional. El Presidente Franklin Roosevelt y sus asesores  aplicaron estas doctrinas con singular fortuna bajo el programa que denominaron “New Deal”. Al asumir Roosevelt el poder por primera vez, el 04 de Marzo de 1933, aumentó  la carga tributaria, introdujo profundas  reformas en el campo social y emprendió grandes obras públicas. Mediante esta política logró vencer la depresión, lo que le deparó una gran popularidad  y  le permitió ser electo por tres  períodos más- caso único en la historia de los Estados Unidos - y pasar a la historia como el salvador de su país  y el principal triunfador en la Segunda Guerra Mundial.
Pero como no le es dado a ningún líder ni a ningún Gobierno arreglar los problemas “de una vez por todas”, como reclaman  nuestros  políticos de campanario,  con el paso del tiempo, el excesivo gasto público y el creciente intervencionismo estatal, demostraron que    estas teorías también tenían su lado flaco y  podían traer consecuencias indeseables.  Como resultado  del abuso de los políticos vividores y de la aplicación irrestricta de  las recetas  keysenianas, los Gobiernos en las principales naciones del mundo se transformaron rápidamente  en lo que Peter Drucker, en su obra “La Sociedad Postcapitalista” denomina Estados fiscales o “Megaestados”. Y, como el mal ejemplo cunde, estas políticas, con algunos años de retraso, también se han adoptado en las llamadas “economías en desarrollo”, entre las cuales estamos incluidos.  En el  “Megaestado”, cualquiera que sea el país en que se haya establecido,  no hay límite racional a lo que el Gobierno puede obtener por impuestos o endeudamiento y, por consiguiente, tampoco  hay límite a lo que éste  puede gastar. Aunque nunca se haya declarado  explícitamente en toda su crudeza,  salvo en los países comunistas, esto implica en la práctica,   que “El Megaestado” es dueño de todo, salvo de aquella parte que generosamente le permite al contribuyente conservar. Lo peor de todo esto, es que, pese a las buenas intenciones de Keynes y sus seguidores, los políticos inescrupulosos han transformado “ El Megaestado”,    en “Estado Despilfarrador” y  cada vez más se grava  a los sectores productivos de la sociedad, para patrocinar costosos programas sociales  de dudosa eficacia, pero que les sirven a estos políticos  para  comprar   los votos de ciertos  sectores, que a la postre resultan  estafados en sus aspiraciones,  lo que finalmente, se refleja   en el peligroso  abstencionismo electoral que experimentan casi todos las democracias del mundo.  Mientras El Estado siga creciendo indefinidamente  al ritmo actual y aumentando su  inútil burocracia, no cesará el clamor de los gobernantes  por nuevos ingresos. Por eso de previo a que la Asamblea Legislativa vote el nuevo plan fiscal que ha enviado el Ministro de Hacienda, resultaría muy  ilustrativo un debate a escala nacional sobre el  tema del tamaño del Estado y sus atribuciones.
Antes de la Gran Depresión de  l929, los economistas no creían que el Gobierno debía- o al menos  podía- manejar la economía y mucho menos controlar las recesiones y depresiones. Estas eran consideradas inevitables pues eran  atribuidas a guerras y otros  sucesos del mercado mundial, sobre los que los gobiernos locales no podían tener control alguno.
A raíz de ese  evento, que conmocionó al mundo, el famoso  economista inglés John Maynard  Keynes y sus epígonos, sostuvieron la tesis de que, al menos en los países grandes,   la economía nacional funciona al margen de lo que suceda en el resto del planeta, pues depende fundamentalmente del  gasto público y  ésto  a su vez,   permite  que  el Estado-nación y su Gobierno puedan convertirse en amos y controladores de la economía nacional. El Presidente Franklin Roosevelt y sus asesores  aplicaron estas doctrinas con singular fortuna bajo el programa que denominaron “New Deal”.
Al asumir Roosevelt el poder por primera vez, el 04 de Marzo de 1933, aumentó  la carga tributaria, introdujo profundas  reformas en el campo social y emprendió grandes obras públicas. Mediante esta política logró vencer la depresión, lo que le deparó una gran popularidad  y  le permitió ser electo por tres  períodos más- caso único en la historia de los Estados Unidos - y pasar a la historia como el salvador de su país  y el principal triunfador en la Segunda Guerra Mundial.
Pero como no le es dado a ningún líder ni a ningún Gobierno arreglar los problemas “de una vez por todas”, como reclaman  nuestros  políticos de campanario,  con el paso del tiempo, el excesivo gasto público y el creciente intervencionismo estatal, demostraron que    estas teorías también tenían su lado flaco y  podían traer consecuencias indeseables.
Como resultado  del abuso de los políticos vividores y de la aplicación irrestricta de  las recetas  keysenianas, los Gobiernos en las principales naciones del mundo se transformaron rápidamente  en lo que Peter Drucker, en su obra “La Sociedad Postcapitalista” denomina Estados fiscales o “Megaestados”. Y, como el mal ejemplo cunde, estas políticas, con algunos años de retraso, también se han adoptado en las llamadas “economías en desarrollo”, entre las cuales estamos incluidos.
En el  “Megaestado”, cualquiera que sea el país en que se haya establecido,  no hay límite racional a lo que el Gobierno puede obtener por impuestos o endeudamiento y, por consiguiente, tampoco  hay límite a lo que éste  puede gastar. Aunque nunca se haya declarado  explícitamente en toda su crudeza,  salvo en los países comunistas, esto implica en la práctica,   que “El Megaestado” es dueño de todo, salvo de aquella parte que generosamente le permite al contribuyente conservar. Lo peor de todo esto, es que, pese a las buenas intenciones de Keynes y sus seguidores, los políticos inescrupulosos han transformado “ El Megaestado”,    en “Estado Despilfarrador” y  cada vez más se grava  a los sectores productivos de la sociedad, para patrocinar costosos programas sociales  de dudosa eficacia, pero que les sirven a estos políticos  para  comprar   los votos de ciertos  sectores, que a la postre resultan  estafados en sus aspiraciones,  lo que finalmente, se refleja   en el peligroso  abstencionismo electoral que experimentan casi todos las democracias del mundo.
ientras El Estado siga creciendo indefinidamente  al ritmo actual y aumentando su  inútil burocracia, no cesará el clamor de los gobernantes  por nuevos ingresos. Por eso de previo a que la Asamblea Legislativa vote el nuevo plan fiscal que ha enviado el Ministro de Hacienda, resultaría muy  ilustrativo un debate a escala nacional sobre el  tema del tamaño del Estado y sus atribuciones.