Cada cuatro años, al renovarse el equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas, terminan por enviar a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar los impuestos ya existentes y/o creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado con las clásicas muletillas de la necesidad” de solucionar de una vez por todas”, la penuria del Gobierno y asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”. Acorde con estas premisas, el Presupuesto ha venido elevándose en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá aumentando, si es que no hacemos un alto en el camino y revisamos los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce, en la economía del país en general y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de resolver sus problemas “de una vez por todas”. A lo más que podemos aspirar es a encontrar la “mejor solución”, para un momento determinado. Así pues, con sentido crítico, aboquémonos a considerar adonde nos han llevado las corrientes estatizantes que, con diversos matices, han compartido la mayoría de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Adelantándonos a posibles reproches, empecemos por reconocer que el gasto público, dentro de límites razonables, está justificado por muchas finalidades necesarias e incluso nobles. El individuo debe corresponder a los privilegios que le otorga su ciudadanía, pues nace en deuda con la sociedad y en consecuencia , debe, en la medida de sus posibilidades, contribuir, dentro de sus posibilidades, a la defensa del Estado, a la conservación de la salud, a la instrucción pública, a la administración de la justicia y al mantenimiento del orden. Sólo los apátridas no tienen tales obligaciones, pero éstos, a su vez, se encuentran en una triste condición, sin bandera que los cobije, desvinculados de su medio social y desprovistos de toda tradición y orgullo nacionales. En una sociedad con sentido de unidad, contribuir a los gastos del Estado no sólo debiera ser una obligación, sino el ejercicio patriótico de un derecho, indispensable para poder gozar de todos los atributos de la ciudadanía. Lamentablemente en los tiempos actuales, cuando la degradante politiquería de los partidos consiste simplemente en ganar votos, ofreciéndoles a las grandes masas regalías y beneficios sin exigirles, a cambio el más mínimo esfuerzo, proponer esta meta no pasa de ser una ingenua y nostálgica utopía. Las consecuencias del llamado “paternalismo de Estado” se encuentran a la vista: varias generaciones de compatriotas, a los que se suman los extranjeros a los que se les permite ingresar al país en condiciones de extrema pobreza , siguiendo la prédica de los demagogos que los azuzan, se consideran exentas de toda obligación para con este país y hasta para con sus familias y, en cambio reclaman , incluso violentamente, que se satisfagan todas sus necesidades,, a costa del Erario público. La palabrería insulsa de políticos demagogos, ha reemplazado la dignidad del patriotismo de nuestros padres y abuelos. El árbol de una burocracia improductiva crece frondoso, regado con el esfuerzo de los contribuyentes y El Estado, en vez de recortar gastos innecesarios, no encuentra otra solución que aumentar la pesada carga tributaria que llevan sobre sus espaldas los sectores productivos. Es evidente que así no podemos continuar indefinidamente. Estos mismos despreocupados, que nunca en su vida han pagado una planilla ni contribuido en forma alguna a la generación de empleo, son los que defienden el aumento de los tributos, con el especioso argumento de que en otros países las cargas son aún mayores, lo cual puede ser cierto, pero se olvidan de que la estimación justa del monto de los impuestos es un problema de proporción. Pretender comparar nuestra carga tributaria con la de países desarrollados es pura charlatanería demagógica. En un régimen de libertad, ninguna economía puede desarrollarse a base de sangrar al contribuyente al extremo de desincentivarlo. Tampoco puede impulsarse el desarrollo a base de convertir al Estado en empresario, encomendándole tareas que la iniciativa privada puede cumplir en forma más barata y eficiente. Estos principios que se han tratado de desvirtuar con torcido propósito, volverán a ser claros y evidentes tan pronto como se elimine o se anulen las prédicas de los politicastros que enredan las cosas más simples, para reclutar prosélitos, presentándose como mesiánicos benefactores de los pueblos.
22 de Febrero de 2011.
Cada cuatro años, al renovarse el equipo del Gobierno, los nuevos administradores, aduciendo que no disponen de los fondos necesarios para llevar adelante sus programas, terminan por enviar a la Asamblea Legislativa un “ paquete tributario”, proponiendo elevar los impuestos ya existentes y/o creando otros nuevos, lo que infaltablemente viene justificado con las clásicas muletillas de la necesidad” de solucionar de una vez por todas”, la penuria del Gobierno y asegurarse “de que los ricos tributen como ricos y los pobres tributen como pobres”. Acorde con estas premisas, el Presupuesto ha venido elevándose en los últimos tiempos a niveles astronómicos y sin duda alguna seguirá aumentando, si es que no hacemos un alto en el camino y revisamos los principios que nos han llevado a la actual situación y las nefastas consecuencias que la creciente estatización produce, en la economía del país en general y en la de los ciudadanos en particular. Esta reflexión se impone, pues ningún pueblo en la Historia ha sido capaz de resolver sus problemas “de una vez por todas”.
A lo más que podemos aspirar es a encontrar la “mejor solución”, para un momento determinado. Así pues, con sentido crítico, aboquémonos a considerar adonde nos han llevado las corrientes estatizantes que, con diversos matices, han compartido la mayoría de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Adelantándonos a posibles reproches, empecemos por reconocer que el gasto público, dentro de límites razonables, está justificado por muchas finalidades necesarias e incluso nobles.
El individuo debe corresponder a los privilegios que le otorga su ciudadanía, pues nace en deuda con la sociedad y en consecuencia , debe, en la medida de sus posibilidades, contribuir, dentro de sus posibilidades, a la defensa del Estado, a la conservación de la salud, a la instrucción pública, a la administración de la justicia y al mantenimiento del orden. Sólo los apátridas no tienen tales obligaciones, pero éstos, a su vez, se encuentran en una triste condición, sin bandera que los cobije, desvinculados de su medio social y desprovistos de toda tradición y orgullo nacionales. En una sociedad con sentido de unidad, contribuir a los gastos del Estado no sólo debiera ser una obligación, sino el ejercicio patriótico de un derecho, indispensable para poder gozar de todos los atributos de la ciudadanía. Lamentablemente en los tiempos actuales, cuando la degradante politiquería de los partidos consiste simplemente en ganar votos, ofreciéndoles a las grandes masas regalías y beneficios sin exigirles, a cambio el más mínimo esfuerzo, proponer esta meta no pasa de ser una ingenua y nostálgica utopía.
Las consecuencias del llamado “paternalismo de Estado” se encuentran a la vista: varias generaciones de compatriotas, a los que se suman los extranjeros a los que se les permite ingresar al país en condiciones de extrema pobreza , siguiendo la prédica de los demagogos que los azuzan, se consideran exentas de toda obligación para con este país y hasta para con sus familias y, en cambio reclaman , incluso violentamente, que se satisfagan todas sus necesidades,, a costa del Erario público. La palabrería insulsa de políticos demagogos, ha reemplazado la dignidad del patriotismo de nuestros padres y abuelos. El árbol de una burocracia improductiva crece frondoso, regado con el esfuerzo de los contribuyentes y El Estado, en vez de recortar gastos innecesarios, no encuentra otra solución que aumentar la pesada carga tributaria que llevan sobre sus espaldas los sectores productivos. Es evidente que así no podemos continuar indefinidamente. Estos mismos despreocupados, que nunca en su vida han pagado una planilla ni contribuido en forma alguna a la generación de empleo, son los que defienden el aumento de los tributos, con el especioso argumento de que en otros países las cargas son aún mayores, lo cual puede ser cierto, pero se olvidan de que la estimación justa del monto de los impuestos es un problema de proporción. Pretender comparar nuestra carga tributaria con la de países desarrollados es pura charlatanería demagógica. En un régimen de libertad, ninguna economía puede desarrollarse a base de sangrar al contribuyente al extremo de desincentivarlo. Tampoco puede impulsarse el desarrollo a base de convertir al Estado en empresario, encomendándole tareas que la iniciativa privada puede cumplir en forma más barata y eficiente. Estos principios que se han tratado de desvirtuar con torcido propósito, volverán a ser claros y evidentes tan pronto como se elimine o se anulen las prédicas de los politicastros que enredan las cosas más simples, para reclutar prosélitos, presentándose como mesiánicos benefactores de los pueblos.
22 de Febrero de 2011.