El caso más evidente es el de la Unión Soviética, un Megaestado que proclamaba la igualdad como uno de sus postulados fundamentales: en la práctica estableció una nueva clase de funcionarios privilegiados- la nomenklatura- con ingresos muy superiores a los que gozaban los más ricos bajo los zares y esa carga aunada a una economía deficitaria, produjo la mayor desigualdad.
Finalmente y pese a que fue una superpotencia militar durante la segunda mitad del siglo pasado, la carga social y económica que soportaba, determinó el colapso del comunismo y de todo el Imperio soviético, de lo cual aun no se han enterado algunos gobernantes trasnochados de estas latitudes. Pero los Estados Unidos son también un buen ejemplo de que la equidad social- pues la igualdad absoluta no sólo no es posible sino que ni siquiera es deseable- no puede lograrse a base de impuestos.
Durante las primeras dos décadas de la segunda mitad del siglo anterior, mientras la productividad fue en aumento la igualdad en la distribución del ingreso también creció. Los ricos siguieron enriqueciéndose, pero los pobres se enriquecieron más velozmente y la clase media aun con mayor rapidez. Apenas disminuyeron o desaparecieron los aumentos en la productividad, a raíz del desastre de Viet Nam y del relajamiento de las costumbres en ese país, la desigualdad empezó a aumentar sin que el monto de los impuestos influyeran en este proceso para nada, ya fuera en tiempos de Nixon y Carter quienes gravaron fuertemente al capital o en tiempos de Reagan y Bush en que los impuestos fueron sensiblemente disminuidos.
De la misma manera en el Reino Unido, los laboristas implementaron un programa expresamente diseñado para minimizar las desigualdades en el ingreso, pero sucedió precisamente lo contrario, al dejar de crecer la productividad. En realidad, la experiencia de los últimos tiempos parece confirmar el principio que enunciaba el economista suizo italiano Vilfredo Pareto (1848-1923), quien consideraba que la distribución del ingreso entre las grandes clases de la sociedad se determina únicamente por dos factores: la cultura de la sociedad y el nivel de productividad de la economía. Cuanto más productiva y culta sea una sociedad, mayor será la igualdad de los ingresos y a la inversa. Los impuestos, según la ley de Pareto, no pueden modificar esto. La situación de muchos países de Africa, Asia y América Latina parece confirmar ese principio. Así pues, el argumento de que mediante los impuestos se redistribuye el ingreso nacional y se cierra la llamada “brecha social”, más que un argumento serio, parece ser un pretexto del Gobierno para justificar un paquete de impuestos que siga alimentando un Estado obeso y anquilosado, al que más bien debiera someterse a una cirugía mayor, para reducirlo a sus justas proporciones.