Miércoles, 24 Agosto 2011 05:52

Inconsistencias de la Democracia:

Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría  de los Estados del mundo entero,  se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que,   al menos teóricamente, se establece que el   Jefe del Poder Ejecutivo y   los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado,  mediante el voto mayoritario  de los  ciudadanos, lo cual resulta   su único   denominador común,  pues  bajo otros parámetros, muchos de estos   Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí.  Esta  circunstancia revela el carácter meramente formal de la Democracia, que  sitúa, por encima de todo, la expresión de la voluntad popular,  sin subordinación a ningún principio superior. La Democracia en nuestros días es la culminación de un largo proceso, iniciado en el Renacimiento, continuado por la Revolución Francesa de l789, y desarrollado en los siglos XIX y XX, mediante el cual el hombre quiso liberarse de toda instancia superior y forjar su destino en base a una libertad autónoma y sin límites.
Más que la adopción puramente nominal de una Constitución, que puede ser un apéndice artificialmente agregado,  lo que define a un pueblo en el verdadero sentido de la palabra y no como una simple suma de individualidades,  es el acervo cultural constituido por el  conjunto histórico de las generaciones unidas, no solamente de las actuales sino las de sus    padres y abuelos y el reconocimiento de valores comunes, que en cada generación bien consciente de sus propias raíces,  se profundizan y perfeccionan cada vez más.  Es un hecho comprobado que los individuos y la sociedad misma  se frustran si no se ponen voluntariamente  al servicio de una Verdad que la trascienda y el alma de los pueblos, que  se manifiesta en su cultura  y ante todo y por encima de todo, en la expresión de su vida religiosa, le brinda refugio al individuo, que al comulgar  en esos valores comunes se transforma, ya  que   de esa forma, al integrarse  en   algo que lo trasciende,  logra vivir en un plano  superior.  Este es el fundamento  de un auténtico  patriotismo y de un legítimo orgullo nacional. Pero cuando esa voluntad del pueblo padece mengua, la sociedad se atomiza y desaparecen los vínculos de unidad. En este caso no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Se establece la lucha de partidos, de clases y de grupos sociales con sus particulares intereses y surge la necesidad del diálogo y la transacción para restablecer, aunque sea precariamente, el orden destruido por la ruptura del común acervo cultural. Al rehusar someterse a una finalidad superior, la Democracia ha caído en un relativismo enervante. En su esencia, las democracias permanecen  indiferentes  ante el bien y el mal y si son  tolerantes, es  porque han  perdido la fe en la Verdad. Al desinteresarse de la Verdad abandonan su descubrimiento al sufragio de la mayoría.  En este mar de anarquía y de vacío naufragan las actuales generaciones, que aunque no lo admitan, están sedientas de  un liderazgo que las saque de las tinieblas de la indefinición y del sin sentido.
Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría  de los Estados del mundo entero,  se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que,   al menos teóricamente, se establece que el   Jefe del Poder Ejecutivo y   los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado,  mediante el voto mayoritario  de los  ciudadanos, lo cual resulta   su único   denominador común,  pues  bajo otros parámetros, muchos de estos   Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí.
Esta  circunstancia revela el carácter meramente formal de la Democracia, que  sitúa, por encima de todo, la expresión de la voluntad popular,  sin subordinación a ningún principio superior. La Democracia en nuestros días es la culminación de un largo proceso, iniciado en el Renacimiento, continuado por la Revolución Francesa de l789, y desarrollado en los siglos XIX y XX, mediante el cual el hombre quiso liberarse de toda instancia superior y forjar su destino en base a una libertad autónoma y sin límites.
Más que la adopción puramente nominal de una Constitución, que puede ser un apéndice artificialmente agregado,  lo que define a un pueblo en el verdadero sentido de la palabra y no como una simple suma de individualidades,  es el acervo cultural constituido por el  conjunto histórico de las generaciones unidas, no solamente de las actuales sino las de sus    padres y abuelos y el reconocimiento de valores comunes, que en cada generación bien consciente de sus propias raíces,  se profundizan y perfeccionan cada vez más.  Es un hecho comprobado que los individuos y la sociedad misma  se frustran si no se ponen voluntariamente  al servicio de una Verdad que la trascienda y el alma de los pueblos, que  se manifiesta en su cultura  y ante todo y por encima de todo, en la expresión de su vida religiosa, le brinda refugio al individuo, que al comulgar  en esos valores comunes se transforma, ya  que   de esa forma, al integrarse  en   algo que lo trasciende,  logra vivir en un plano  superior.  Este es el fundamento  de un auténtico  patriotismo y de un legítimo orgullo nacional. Pero cuando esa voluntad del pueblo padece mengua, la sociedad se atomiza y desaparecen los vínculos de unidad. En este caso no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Se establece la lucha de partidos, de clases y de grupos sociales con sus particulares intereses y surge la necesidad del diálogo y la transacción para restablecer, aunque sea precariamente, el orden destruido por la ruptura del común acervo cultural. Al rehusar someterse a una finalidad superior, la Democracia ha caído en un relativismo enervante. En su esencia, las democracias permanecen  indiferentes  ante el bien y el mal y si son  tolerantes, es  porque han  perdido la fe en la Verdad. Al desinteresarse de la Verdad abandonan su descubrimiento al sufragio de la mayoría.  En este mar de anarquía y de vacío naufragan las actuales generaciones, que aunque no lo admitan, están sedientas de  un liderazgo que las saque de las tinieblas de la indefinición y del sin sentido.