Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría de los Estados del mundo entero, se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que, al menos teóricamente, se establece que el Jefe del Poder Ejecutivo y los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado, mediante el voto mayoritario de los ciudadanos, lo cual resulta su único denominador común, pues bajo otros parámetros, muchos de estos Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí. Esta circunstancia revela el carácter meramente formal de la Democracia, que sitúa, por encima de todo, la expresión de la voluntad popular, sin subordinación a ningún principio superior. La Democracia en nuestros días es la culminación de un largo proceso, iniciado en el Renacimiento, continuado por la Revolución Francesa de l789, y desarrollado en los siglos XIX y XX, mediante el cual el hombre quiso liberarse de toda instancia superior y forjar su destino en base a una libertad autónoma y sin límites.
Más que la adopción puramente nominal de una Constitución, que puede ser un apéndice artificialmente agregado, lo que define a un pueblo en el verdadero sentido de la palabra y no como una simple suma de individualidades, es el acervo cultural constituido por el conjunto histórico de las generaciones unidas, no solamente de las actuales sino las de sus padres y abuelos y el reconocimiento de valores comunes, que en cada generación bien consciente de sus propias raíces, se profundizan y perfeccionan cada vez más. Es un hecho comprobado que los individuos y la sociedad misma se frustran si no se ponen voluntariamente al servicio de una Verdad que la trascienda y el alma de los pueblos, que se manifiesta en su cultura y ante todo y por encima de todo, en la expresión de su vida religiosa, le brinda refugio al individuo, que al comulgar en esos valores comunes se transforma, ya que de esa forma, al integrarse en algo que lo trasciende, logra vivir en un plano superior. Este es el fundamento de un auténtico patriotismo y de un legítimo orgullo nacional. Pero cuando esa voluntad del pueblo padece mengua, la sociedad se atomiza y desaparecen los vínculos de unidad. En este caso no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Se establece la lucha de partidos, de clases y de grupos sociales con sus particulares intereses y surge la necesidad del diálogo y la transacción para restablecer, aunque sea precariamente, el orden destruido por la ruptura del común acervo cultural. Al rehusar someterse a una finalidad superior, la Democracia ha caído en un relativismo enervante. En su esencia, las democracias permanecen indiferentes ante el bien y el mal y si son tolerantes, es porque han perdido la fe en la Verdad. Al desinteresarse de la Verdad abandonan su descubrimiento al sufragio de la mayoría. En este mar de anarquía y de vacío naufragan las actuales generaciones, que aunque no lo admitan, están sedientas de un liderazgo que las saque de las tinieblas de la indefinición y del sin sentido.
Después del fracaso universal del marxismo leninismo, la mayoría de los Estados del mundo entero, se han proclamado democráticos, adoptando Constituciones en las que, al menos teóricamente, se establece que el Jefe del Poder Ejecutivo y los miembros del Poder Legislativo, serán nombrado, mediante el voto mayoritario de los ciudadanos, lo cual resulta su único denominador común, pues bajo otros parámetros, muchos de estos Estados presentan características propias, que los hacen muy diferentes entre sí.
Esta circunstancia revela el carácter meramente formal de la Democracia, que sitúa, por encima de todo, la expresión de la voluntad popular, sin subordinación a ningún principio superior. La Democracia en nuestros días es la culminación de un largo proceso, iniciado en el Renacimiento, continuado por la Revolución Francesa de l789, y desarrollado en los siglos XIX y XX, mediante el cual el hombre quiso liberarse de toda instancia superior y forjar su destino en base a una libertad autónoma y sin límites.
Más que la adopción puramente nominal de una Constitución, que puede ser un apéndice artificialmente agregado, lo que define a un pueblo en el verdadero sentido de la palabra y no como una simple suma de individualidades, es el acervo cultural constituido por el conjunto histórico de las generaciones unidas, no solamente de las actuales sino las de sus padres y abuelos y el reconocimiento de valores comunes, que en cada generación bien consciente de sus propias raíces, se profundizan y perfeccionan cada vez más. Es un hecho comprobado que los individuos y la sociedad misma se frustran si no se ponen voluntariamente al servicio de una Verdad que la trascienda y el alma de los pueblos, que se manifiesta en su cultura y ante todo y por encima de todo, en la expresión de su vida religiosa, le brinda refugio al individuo, que al comulgar en esos valores comunes se transforma, ya que de esa forma, al integrarse en algo que lo trasciende, logra vivir en un plano superior. Este es el fundamento de un auténtico patriotismo y de un legítimo orgullo nacional. Pero cuando esa voluntad del pueblo padece mengua, la sociedad se atomiza y desaparecen los vínculos de unidad. En este caso no queda sino la suma mecánica de las voluntades de la mayoría y de la minoría. Se establece la lucha de partidos, de clases y de grupos sociales con sus particulares intereses y surge la necesidad del diálogo y la transacción para restablecer, aunque sea precariamente, el orden destruido por la ruptura del común acervo cultural. Al rehusar someterse a una finalidad superior, la Democracia ha caído en un relativismo enervante. En su esencia, las democracias permanecen indiferentes ante el bien y el mal y si son tolerantes, es porque han perdido la fe en la Verdad. Al desinteresarse de la Verdad abandonan su descubrimiento al sufragio de la mayoría. En este mar de anarquía y de vacío naufragan las actuales generaciones, que aunque no lo admitan, están sedientas de un liderazgo que las saque de las tinieblas de la indefinición y del sin sentido.