“La burocracia y las trabas a la gente que quiere trabajar como yo me están volviendo loco”. Con esas palabras un amigo empresario me confesó recientemente que está pensando emigrar a Estados Unidos. Tan solo unos días antes, otra amiga microempresaria me dijo, “tengo apenas un año y formalicé todo en Hacienda para inscribirme pero creo que debí permanecer en la informalidad, acá se castiga al que produce”. Otro amigo que tiene 4 años de haber abierto un negocio aprovecha cada conversación para contarme sus tribulaciones con la CCSS, las municipalidades y hasta la Oficina de Control de Propaganda del Ministerio de Gobernación. Un conocido un mes antes me comentó cómo cerró su restaurante en el centro de San José debido a una nueva interpretación de la ley de propinas que hizo insostenible su negocio.
En Costa Rica garroteamos parejo a los empresarios, especialmente a los pequeños y medianos. El índice “Haciendo Negocios” del Banco Mundial coloca a nuestro país en la posición 125 de 183 economías estudiadas en cuanto a la facilidad para hacer negocios. En la región nos superan todos los demás países centroamericanos. Para abrir un negocio, el empresario costarricense promedio debe esperarse hasta 2 meses haciendo vueltas en entidades públicas consiguiendo todo tipo de permisos, patentes y licencias. En los países desarrollados el promedio es de tan solo 13.8 días. De tal manera, en los países desarrollados, si uno quiere hacerse rico, se pone un negocio. En Costa Rica, uno necesita ser rico para poder ponerse un negocio.
Esta situación es aún más lamentable cuando vemos los resultados del reporte “Situación del Emprendimiento en Costa Rica”, que encontró que casi un tercio de los emprendedores en el país empezaron su negocio por necesidad o subsistencia. La visión que muchos manejan del poderoso empresario lleno de plata es en la mayoría de los casos una ilusión. Muchos empresarios en Costa Rica se la ven a palitos para salir adelante, y encima deben lidiar con las múltiples trabas y gravámenes que les mete en su camino el Estado. Un gran número de ellos simplemente no puede contra tanta regulación y tramitología, y optan por la informalidad. El 40% de la fuerza laboral activa de Costa Rica se encuentra en el sector informal. Como tal, no tiene acceso a créditos, a seguros, no puede publicitarse ni expandirse. Tampoco puede firmar contratos o acceder al sistema judicial en caso de alguna disputa comercial. Esta gente encuentra en un limbo legal; en un legítimo apartheid económico.
Resulta irónico que este estudio fuera publicado por el Ministerio de Economía Industria y Comercio. Su ministra, Mayi Antillón, afirma que los hallazgos del sondeo permitirán formular políticas públicas y programas más favorables para el empredurismo. Sin embargo, su gobierno es el que impulsa a viento y marea un paquete de impuestos que complicará aún más la existencia a los empresarios nacionales. No es atrevido decir que este gobierno parece más interesado en tener a la gente en planillas del IMAS que produciendo y generando riqueza por sí misma.
Juan Carlos Hidalgo es coordinador de proyectos para América Latina en el Instituto Cato.
“La burocracia y las trabas a la gente que quiere trabajar como yo me están volviendo loco”. Con esas palabras un amigo empresario me confesó recientemente que está pensando emigrar a Estados Unidos. Tan solo unos días antes, otra amiga microempresaria me dijo, “tengo apenas un año y formalicé todo en Hacienda para inscribirme pero creo que debí permanecer en la informalidad, acá se castiga al que produce”.
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Otro amigo que tiene 4 años de haber abierto un negocio aprovecha cada conversación para contarme sus tribulaciones con la CCSS, las municipalidades y hasta la Oficina de Control de Propaganda del Ministerio de Gobernación. Un conocido un mes antes me comentó cómo cerró su restaurante en el centro de San José debido a una nueva interpretación de la ley de propinas que hizo insostenible su negocio.
En Costa Rica garroteamos parejo a los empresarios, especialmente a los pequeños y medianos. El índice “Haciendo Negocios” del Banco Mundial coloca a nuestro país en la posición 125 de 183 economías estudiadas en cuanto a la facilidad para hacer negocios. En la región nos superan todos los demás países centroamericanos. Para abrir un negocio, el empresario costarricense promedio debe esperarse hasta 2 meses haciendo vueltas en entidades públicas consiguiendo todo tipo de permisos, patentes y licencias. En los países desarrollados el promedio es de tan solo 13.8 días. De tal manera, en los países desarrollados, si uno quiere hacerse rico, se pone un negocio. En Costa Rica, uno necesita ser rico para poder ponerse un negocio.
Esta situación es aún más lamentable cuando vemos los resultados del reporte “Situación del Emprendimiento en Costa Rica”, que encontró que casi un tercio de los emprendedores en el país empezaron su negocio por necesidad o subsistencia. La visión que muchos manejan del poderoso empresario lleno de plata es en la mayoría de los casos una ilusión. Muchos empresarios en Costa Rica se la ven a palitos para salir adelante, y encima deben lidiar con las múltiples trabas y gravámenes que les mete en su camino el Estado. Un gran número de ellos simplemente no puede contra tanta regulación y tramitología, y optan por la informalidad. El 40% de la fuerza laboral activa de Costa Rica se encuentra en el sector informal. Como tal, no tiene acceso a créditos, a seguros, no puede publicitarse ni expandirse. Tampoco puede firmar contratos o acceder al sistema judicial en caso de alguna disputa comercial. Esta gente encuentra en un limbo legal; en un legítimo apartheid económico.
Resulta irónico que este estudio fuera publicado por el Ministerio de Economía Industria y Comercio. Su ministra, Mayi Antillón, afirma que los hallazgos del sondeo permitirán formular políticas públicas y programas más favorables para el empredurismo. Sin embargo, su gobierno es el que impulsa a viento y marea un paquete de impuestos que complicará aún más la existencia a los empresarios nacionales. No es atrevido decir que este gobierno parece más interesado en tener a la gente en planillas del IMAS que produciendo y generando riqueza por sí misma.
Juan Carlos Hidalgo es coordinador de proyectos para América Latina en el Instituto Cato.