Asesor2

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Tan feliz y realizado que me siento por ser padre, pienso lo maravilloso que debe ser madre, es decir, ya no solo engendrar una nueva vida, sino albergarla en el propio ser, llevarla allí, alimentarla con la propia esencia, darle abrigo, calor, aliento, ser su templo para que en esos nueve meses de crecimiento mutuo, ese nuevo ser consolide su condición de naturaleza humana.
Es bien sabido que el periodo de gestación tiene momentos muy difíciles y que las madres –muchas de ellas- pasan días, semanas y hasta meses en los que a las penurias físicas se suma el dolor de la incertidumbre, pues sin duda la pena de la sola posibilidad de que se pierda el fruto que se lleva en las entrañas, es incomparablemente mayor que aquella provocada por los acomodos y reacomodos biológicos, anatómicos y fisiológicos propios del proceso de la maternidad.
Pero se ven tan lindas las mujeres luciendo sus pancitas o sus panzotas con orgullo, con alegría, con determinación, haciéndole frente a su vida cotidiana, a sus quehaceres hogareños, a sus compromisos laborales, desde los más sencillos hasta los más sofisticados; a su vida de pareja y no pocas veces a las tareas de madre ya iniciadas con la previa llegada de otros retoños. Se ven tan lindas que yo me imagino que así lo sienten y que ese sentimiento de belleza será parte de los contrapesos al peso de más que se carga.
Y conforme se acerca el momento de “dar a luz” –¡qué expresión tan bella, tan significativa, tan espiritual y terrenal a la vez- el temor y la ilusión compiten en crecimiento, como dos olas que en un mismo mar se enrumban hacia la playa.
¿Habrá un momento más sublime que aquel en que la madre escucha el llanto del recién nacido, del bebé salido de sus entrañas? Tal vez lo haya, tal vez cuando lo apriete contra su pecho, tal vez cuando lo amamante por primera vez, tal vez …
La maternidad, el ser madre se ha consolidado. Comienzan nuevos momentos de esa realidad y la figura de la madre se agranda, en ella misma,  ante su retoño y ante la sociedad. El amor filial evoluciona desde la dependencia material y social hasta la más pura espiritualidad. El amor de la madre no evoluciona, solo se multiplica y se multiplica hasta superar incluso su figura.
Igual sucede con la responsabilidad de ser madre, una hermosa responsabilidad, irrenunciable como el amor.
Y ambos, amor y responsabilidad de ser madre, son el sustento y guía de la vida y la armonía social.
A ustedes, madres, a su amor y a su responsabilidad, apelamos hoy por un mañana mejor para nuestros hijos.  Los padres, por nuestra parte, nos comprometemos a sacar la tarea que nos corresponde.
Tan feliz y realizado que me siento por ser padre, pienso lo maravilloso que debe ser madre, es decir, ya no solo engendrar una nueva vida, sino albergarla en el propio ser, llevarla allí, alimentarla con la propia esencia, darle abrigo, calor, aliento, ser su templo para que en esos nueve meses de crecimiento mutuo, ese nuevo ser consolide su condición de naturaleza humana.
Era un domingo como muchos otros, pero resultó ser especial. A la salida de misa Asdrúbal Campos  y Delfín Méndez se sentaron,  como solían hacerlo cada domingo, al frente de la Iglesia de Hojancha, a conversar, a compartir las vicisitudes de la semana, o como les decía don Leonardo al  pasar frente a ellos, “a arreglar el mundo”.
Iniciaba la década de los noventa. Ya el tema del agua estaba sobre la mesa; las noticias despertaban más y más conciencia en la ciudadanía acerca del problema que enfrentaban muchas comunidades con las fuentes de agua que abastecen sus acueductos. Pero los hojancheños no necesitaban de aquellas noticias para enterarse del problema, pues desde hacía tiempo venían sufriendo las consecuencias del maltrato infringido por años a la naturaleza, especialmente con una desaforada e indiscriminada deforestación, lo que había provocado la disminución de las fuentes de agua potable y hasta la total sequía del río Nosara, símbolo del pueblo y factor fundamental para el asentamiento de la comunidad en aquella localidad.
Asdrúbal dirigió su mirada en las misma dirección de la torre del templo hasta encontrarse, en el fondo, con las hermosas montañas de Monte Romo, allá en las alturas que conforman la cuenca superior del  río Nosara, donde yacen las fuentes de agua potable para las poblaciones circunvecinas. Fue entonces que  la conversación de aquellos dos lugareños comenzó a marcar el inicio de lo que sería un gran proyecto comunal que el pasado 1 de junio cumplió 18 años: la Reserva Natural Monte Alto y la Fundación que le dio sustento, iniciada por Asdrúbal y Delfín, apoyados inicialmente por otros cuatro vecinos: Edwin González, Braulio Quirós, José Luis Sánchez y Danilo Méndez, y luego por gran cantidad de lugareños y foráneos, mediante donaciones, trabajo y mucha confianza.
Igual que subir aquellas empinadas montañas, así de difícil ha sido para los responsables llegar hasta donde están hoy: un consolidado proyecto ambiental que cuenta ya con 275 hectáreas para la protección de la naciente del río Nosara, el más importante de la región, así como de los mantos acuíferos y del hábitat de cientos de especies de flora y fauna.
La Reserva Monte Alto es además un centro de estudio científico y de promoción de educación ambiental y de las riquezas culturales de la zona: Pilangosta, Pita Rayada, Huacas, Monte Romo, Maravilla, y en general del cantón de Hojancha, y un destino turístico ecológico que ofrece a los visitantes facilidades de hospedaje y senderos que conducen a diferentes sitios de gran belleza escénica.
Así, en esa provincia guanacasteca invadida por un turismo de concreto y consumo, Hojancha, con la Reserva Natural Monte Alto, ofrece la alternativa del frescor de la montaña, la aventura del contacto con la naturaleza y la posibilidad de vivir de cerca el fenómeno de la armonía del ser humano con el entorno natural y consigo mismo.
Era un domingo como muchos otros, pero resultó ser especial. A la salida de misa Asdrúbal Campos  y Delfín Méndez se sentaron,  como solían hacerlo cada domingo, al frente de la Iglesia de Hojancha, a conversar, a compartir las vicisitudes de la semana, o como les decía don Leonardo al  pasar frente a ellos, “a arreglar el mundo”.
La agresión sufrida por la directora de una institución educativa, a
mano armada por parte de un estudiante, tocó el alma de la ciudadanía,
bueno, eso esperaría uno, ¿será así?
Aparte de la solidaridad con la estimable educadora y su familia, y
por qué no, también con la familia del joven agresor, este doloroso
incidente se presta para la reflexión acerca de la situación de la
educación en el país, del papel que cada uno de sus actores cumple y
concretamente de la valoración que la sociedad costarricense actual
tiene de la educación y de los educadores.
La educación es una actividad social y por tanto depende de la
sociedad, no solo presupuestariamente, también de las expectativas que
ésta le plantea, de las exigencias que le impone, de las metas que le
traza, de los apoyos que le brinda.
¿Cómo valora la sociedad costarricense a la educación? La primera
respuesta, sobre todo si nos atenemos a los hechos históricos ligados
a la educación, sería sobresaliente. El nombramiento de un maestro
como primer jefe de Estado, la declaratoria de la educación primaria
como obligatoria y costeada por el Estado, hace ya más de 140 años, y
la aprobación de la ley que asigna un 8% de PBI al financiamiento de
la educación, son algunos de los hitos que demuestran tal valoración.
Y en el plano particular, muchos somos testigos y beneficiarios de la
altísima valoración que las familias costarricenses, en una gran
mayoría, han tenido y tienen de la educación.
¿Pero se traduce esa sobresaliente valoración de la educación en
acciones concretas a favor de la actividad educativa?, ¿qué hay de la
escuela y del colegio, cómo son vistos en cuanto instituciones?, ¿qué
pasa con los educadores?  Me temo que este acercamiento a la realidad
concreta nos haga perder unos puntos de optimismo. Y esto vale tanto
para el nivel de lo general, de las decisiones políticas y económicas,
como para el nivel más concreto de las comunidades, de las familias,
de los individuos, de los padres de familia. Para examinar este temor
apelo a su experiencia, a su memoria, a su observación. Y para una
mayor contundencia le invito a que empecemos con los educadores, con
los maestros, con su imagen, con su lugar en la sociedad, con su
valoración en el seno de la familia, con la autoridad que se les da o
se les quita a los ojos de los niños, de los jóvenes, de la vida
familiar.
Pensemos seriamente en eso, no solo a la luz del doloroso incidente
que hoy nos ocupa, ni siquiera a la luz de las difíciles experiencias
que a diario enfrentan cientos de educadores en sus aulas, en sus
instituciones y comunidades; hagámoslo a la luz de la experiencia
diaria, de esas manifestaciones hogareñas, de la calle, de la
comunidad, del centro de trabajo, que intencionadamente o no,
resquebrajan la imagen del educador, hacen añicos su autoridad y dejan
al principal gestor del hecho educativo en desventaja para enfrentar
el cada vez más difícil reto de formar a nuestros niños y jóvenes con
rectitud, en un mundo tortuoso y escarpado.
La agresión sufrida por la directora de una institución educativa, a  mano armada por parte de un estudiante, tocó el alma de la ciudadanía, bueno, eso esperaría uno, ¿será así?

Cada vez que los medios develan y revelan información relacionada con nuestra clase política y en particular con lo que sucede en nuestro Parlamento, quedan en claro los verdaderos fundamentos de la grave crisis que vive el país en los diferentes ámbitos de su institucionalidad y que tan duro repercute en la cotidianidad de sus habitantes. Y siempre, inexorablemente, los hilos conducen a lo moral, que muchas veces coincide con lo legal, pero otras tantas tiene su propio y profundo mundo.

Varios jugadores, especialmente arqueros, se han quejado del balón con el que se juegan los encuentros del mundial de fútbol, que en su vigésima edición se disputa por primera vez en el continente africano, concretamente en Sudáfrica.

 

No es posible querer, de verdad, sin conocer realmente al objeto del amor. A Costa Rica hay que conocerla para quererla, hay que conocer su historia, sus pueblos, su gente, sus costumbres, conocer su geografía, pasear por sus ciudades y sus campos, ir a los litorales y a las montañas, a los valles, a las playas y a los volcanes, respirar el aire y llenarse de país para quererlo, para protegerlo, para defenderlo, para ayudarlo a crecer en progreso, en justicia y en paz.

Pareciera inevitable que el progreso material, y sobre todo el uso irracional de sus beneficios, traiga consigo consecuencias nefastas. Y en el caso de las carreteras indudablemente es así. Si repasamos en nuestras memorias, lo corroboraremos, ya sea por la construcción de una autopista o el lastrado de una calle de acceso a una lejana comunidadPareciera inevitable que el progreso material, y sobre todo el uso irracional de sus beneficios, traiga consigo consecuencias nefastas. Y en el caso de las carreteras indudablemente es así. Si repasamos en nuestras memorias, lo corroboraremos, ya sea por la construcción de una autopista o el lastrado de una calle de acceso a una lejana comunidad.

Hace unos días, viajando por la costanera sur recién inaugurada, al pasar por algunas pequeñas comunidades entre Quepos y Dominical, pude observar grupos de personas, a veces ancianos con niños, esperando para cruzar la nueva vía que atraviesa la población. Ciertamente por ahora el tránsito es poco, pero aun así es muy peligroso para gente –peatones- que no está acostumbrada a estos ajetreos, y sobre todo porque la mayoría de los conductores no tienen la cortesía ni la previsión de aminorar la velocidad.

Pareciera inevitable que el progreso material, y sobre todo el uso irracional de sus beneficios, traiga consigo consecuencias nefastas. Y en el caso de las carreteras indudablemente es así. Si repasamos en nuestras memorias, lo corroboraremos, ya sea por la construcción de una autopista o el lastrado de una calle de acceso a una lejana comunidad.

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