La agresión sufrida por la directora de una institución educativa, a
mano armada por parte de un estudiante, tocó el alma de la ciudadanía,
bueno, eso esperaría uno, ¿será así?
Aparte de la solidaridad con la estimable educadora y su familia, y
por qué no, también con la familia del joven agresor, este doloroso
incidente se presta para la reflexión acerca de la situación de la
educación en el país, del papel que cada uno de sus actores cumple y
concretamente de la valoración que la sociedad costarricense actual
tiene de la educación y de los educadores.
La educación es una actividad social y por tanto depende de la
sociedad, no solo presupuestariamente, también de las expectativas que
ésta le plantea, de las exigencias que le impone, de las metas que le
traza, de los apoyos que le brinda.
¿Cómo valora la sociedad costarricense a la educación? La primera
respuesta, sobre todo si nos atenemos a los hechos históricos ligados
a la educación, sería sobresaliente. El nombramiento de un maestro
como primer jefe de Estado, la declaratoria de la educación primaria
como obligatoria y costeada por el Estado, hace ya más de 140 años, y
la aprobación de la ley que asigna un 8% de PBI al financiamiento de
la educación, son algunos de los hitos que demuestran tal valoración.
Y en el plano particular, muchos somos testigos y beneficiarios de la
altísima valoración que las familias costarricenses, en una gran
mayoría, han tenido y tienen de la educación.
¿Pero se traduce esa sobresaliente valoración de la educación en
acciones concretas a favor de la actividad educativa?, ¿qué hay de la
escuela y del colegio, cómo son vistos en cuanto instituciones?, ¿qué
pasa con los educadores? Me temo que este acercamiento a la realidad
concreta nos haga perder unos puntos de optimismo. Y esto vale tanto
para el nivel de lo general, de las decisiones políticas y económicas,
como para el nivel más concreto de las comunidades, de las familias,
de los individuos, de los padres de familia. Para examinar este temor
apelo a su experiencia, a su memoria, a su observación. Y para una
mayor contundencia le invito a que empecemos con los educadores, con
los maestros, con su imagen, con su lugar en la sociedad, con su
valoración en el seno de la familia, con la autoridad que se les da o
se les quita a los ojos de los niños, de los jóvenes, de la vida
familiar.
Pensemos seriamente en eso, no solo a la luz del doloroso incidente
que hoy nos ocupa, ni siquiera a la luz de las difíciles experiencias
que a diario enfrentan cientos de educadores en sus aulas, en sus
instituciones y comunidades; hagámoslo a la luz de la experiencia
diaria, de esas manifestaciones hogareñas, de la calle, de la
comunidad, del centro de trabajo, que intencionadamente o no,
resquebrajan la imagen del educador, hacen añicos su autoridad y dejan
al principal gestor del hecho educativo en desventaja para enfrentar
el cada vez más difícil reto de formar a nuestros niños y jóvenes con
rectitud, en un mundo tortuoso y escarpado.
La agresión sufrida por la directora de una institución educativa, a mano armada por parte de un estudiante, tocó el alma de la ciudadanía, bueno, eso esperaría uno, ¿será así?