Es inconcebible que políticos avezados hayan creído que, sin haber siquiera calentado sus asientos ni tramitado ni uno solo de los importantes asuntos pendientes en la Agenda legislativa, podían adoptar una medida de esta clase, sin provocar el generalizado repudio popular con que se ha recibido esta desfachatez, que viene a socavar gravemente el ya minado prestigio del autodenominado “primer poder de la República”. Es innegable que desde hace mucho tiempo, vastos sectores del país, miran con prevención y desconfianza el accionar de la Asamblea Legislativa, al que por lo general se considera como ineficiente y entrabado y en no pocas oportunidades, opiniones autorizadas de este país han calificado públicamente a algunos de sus integrantes en términos peyorativos. Sería insensato desconocer el papel preponderante que en cualquier sistema democrático juega el órgano legislativo, pero precisamente por esa enorme importancia, resulta dañino para la salud del régimen, que el prestigio de la mayoría de sus integrantes sea puesto en entredicho y se les acuse de servirse del poder con que fueron investidos por el pueblo, para legislar en su propio beneficio, conducta que un experto penalista caracterizaba en un espacio radiofónico, que escuché esta mañana, como el delito previsto y sancionado por el artículo 48 de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento ilícito en la función pública. Los defensores de este exagerado aumento han tratado de justificarlo, comparando sus ingresos con los sueldos de los jerarcas de los otros dos Poderes del Estado. “Yo no me considero menos que un Magistrado”, dijo uno de los Diputados que, al menos inicialmente, apoyó el aumento. No hay duda de que las funciones de ambos son de suma importancia, pero tan disímiles que no parece muy afortunado hacer comparaciones en este campo. Lo que sí es cierto es que para ser Magistrado se requiere ser abogado con título legalmente expedido en Costa Rica o reconocido por nuestras leyes, así como una larga experiencia profesional, en tanto que al Diputado no se le exige otro requisito que el de ser ciudadano en ejercicio y haber cumplido veintiún años de edad, por lo que, al menos teóricamente, este último cargo podría ejercerlo un analfabeto. Como no hay mal que por bien no venga, quizás la coyuntura que comentamos sirva para enmendar lo que nos parece una falla del Constituyente de l949, que por un prurito de democracia mal entendida, no quiso exigir mayores requisitos a quienes confió, entre otras, la importantísima tarea de dictar las leyes, reformarlas, derogarlas y darles interpretación auténtica. En un país que reconoce la importancia de la Educación y la Cultura y que a este tema ha dedicado todo un título de la Constitución Política, resulta un contrasentido que los legisladores puedan ser personas sin la preparación necesaria para cumplir a cabalidad sus altas funciones. Esta omisión ha permitido que las diputaciones se conviertan en un botín político con el que se premian, sin otras consideraciones, los servicios prestados durante la campaña electoral, lo que muchas veces propicia que las curules sean ocupadas por personas no idóneas, lo que provoca el desprestigio de la Asamblea Legislativa al que nos referíamos anteriormente. Aunque es preciso reconocer que excepcionalmente, por nuestra Asamblea Legislativa, han pasado diputados que sin necesidad de ningún título académico y sin más luces que las de su experiencia personal, han sabido darle lustre a su cargo, como regla general, los Diputados iletrados han pasado sin pena ni gloria, y su diputación ha servido nada más que para engrosar su jubilación. Estimo que una Asamblea Legislativa purgada de ese lastre; más efectiva y menos numerosa; con un Reglamento interno más ágil y efectivo, sí podría aspirar en justicia y sin suscitar reacciones adversas, a que los sueldos de sus integrantes se equiparen, paulatinamente, a los de los otros miembros de los Supremos Poderes.
25 de Mayo de 2010.