Este desacertado enfoque ignora que precisamente la grandeza del género humano radica en estar compuesto de individuos únicos e irrepetibles, que en un ámbito de libertad, necesariamente generan diferencias de todo tipo entre ellos y que los avances en los diversos campos del quehacer humano y de los que justamente hoy día nos enorgullecemos, generalmente se deben al esfuerzo de individualidades concretas, que han trabajado en la soledad de sus gabinetes de estudio y de sus laboratorios. Correlativamente a la queja por la “desigualdad social”, se aboga también por “un más adecuado reparto de la riqueza”, la cual se concibe simplistamente como un depósito fijo que debe distribuirse igualitariamente entre todos, pues lo que alguno se lleve, en exceso a los demás, disminuye la parte que debe distribuirse entre el resto. Esto que puede ser cierto tratándose de distribuir una torta en una fiesta en familia, no aplica tratándose del producto de una nación o de un conglomerado de naciones. La riqueza de éstas no es un producto natural y estático, sino el resultado del trabajo del hombre y crece en relación con el esfuerzo y eficacia de ese mismo trabajo. En las sociedades que han adoptado métodos de producción más eficientes, accediendo a la economía “del conocimiento” de la que nos habla Peter Drucker en su libro ”La Sociedad Postcapitalista” , sus economías han crecido exponencialmente, beneficiando tanto a las empresas como a sus trabajadores.
Frecuentemente y desde diversos sectores se aborda el tema de la llamada “desigualdad social,” a la que se califica como una fuente de injusticia, que es preciso erradicar a toda costa, como si el desiderátum fuera convertir al género humano en un inmenso rebaño donde cualquier diferencia quedara abolida o al menos ignorada.