Luego de la muerte y sepultura de Cristo los discípulos del Señor se retiraron a sus lugares de origen. La derrota marcaba su ánimo y la fe en la esperanza comunicada por Jesús prácticamente había desaparecido.
Sin embargo, hubo “algo” que ocurrió. Psicológicamente inexplicable si no se hubiera dado algo excepcional. De repente, los que se habían ido agobiados por la derrota de su Maestro, regresan para encontrarse alrededor de una serie de testimonios inquietantes: lo anunciado por Jesús es cierto, ha vuelto a la vida. Una vida que, como hemos de suponer, no es igual a la biológica de antes y refleja un acontecimiento que, contemplado en la historia, la quebranta y va más allá de ella.
Luego de la resurrección, el Señor pertenece por entero al mundo de lo divino y su salto a la vida nos afecta e incumbe a todos. Abre y eleva la historia a una dimensión de apertura a lo trascendente que, como es de esperar, algunas personas identifican y aprovechan y otras no.
Ni especulaciones ni experiencias interiores podrían provocar el ímpetu de la Iglesia apostólica. Un ímpetu que, luego ha sido capaz de suscitar en todos los hombres de buena voluntad y abiertos al anuncio, la capacidad de “ver”, impactar, transformar y elevar.
Ese “ver” al resucitado ha de ser, aquí y ahora una realidad que, originada en un evento que va mas allá de la historia, impregna el camino histórico del ser humano de un modo muy concreto, específico y, a veces, hasta dramático. El recorrido de la historia humana hasta hoy no nos deja engañarnos. De la certeza del sepulcro vacío se desprende un camino en la historia humana que, de otra manera, habría transcurrido por otros rumbos.
Hoy, que vivimos aún la alegría de la resurrección en este tiempo tan peculiar, nos queda animarnos para hacer vida el ímpetu pascual y, en el marco del Año de la Fe, proseguir en el empeño de ordenar según Dios el orden temporal. Una realidad marcada por un proceso de secularización tan fuerte que, como sabemos, ha llegando a afectar de modo peculiar y masivo a las nuevas generaciones. Reaccionar ante todo ello ha de ser un empeño serio de todo cristiano, de cualquier tradición, con la idea de hacer vida aquí y ahora el aire fresco que nos trae aquel que murió y resucitó por nosotros.