La indiferencia es quizá el mal mayor de la humanidad, esto por cuanto ella campea hasta en los actos más cotidianos o trascendentes de la vida.
Por ejemplo, la gente se casa y se descasa, tiene hijos de uno y otro matrimonio y los niños están, como nunca, a la deriva. En los medios de comunicación cada día observamos más noticias trágicas, mas esta situación se ha vuelto una costumbre. En el ambiente educativo o laboral se busca el beneficio particular a sabiendas de que un trabajo en equipo podría generar mayores logros…
En fin, bajo esta posición, si el dolor es de los demás, si los problemas son de los otros, si las necesidades son del vecino, si lo que tengo que hacer es el esfuerzo de conocer al otro, entonces no interesa.
Por tanto, la indiferencia ante el dolor ajeno es en esta época, y ahora más que nunca, uno de los signos que mejor define a nuestra sociedad. Dicho comportamiento muestra a los humanos tal como son, seres cada vez más desprovistos de lo elemental para convivir con sus semejantes, quienes, a esta altura de los tiempos, no saben en verdad quiénes son, ni para qué vino a este planeta. ¡Una realidad verdaderamente lamentable!
Algunos piensan que en un mundo como el actual, en donde el desamor se ha arraigado como lo ha hecho, en donde la sensibilidad social parece asunto de otro mundo, es imposible logar que todos sintamos empatía ante las circunstancias afectivas y sociales ajenas.
Caer en esta posición extrema es incrementar, también, la indiferencia a la esperanza de lograr un cambio social positivo.
Aunque parezca una utopía, el logar fomentar la empatía en aquellos quienes han hecho del desprecio a la vida ajena su bandera, es una misión posible, pues siempre ha habido, y habrá, quienes quieran escuchar, quienes quieran cambiar, quienes deseen incrementar el respeto, la tolerancia y la solidaridad hacia los demás…
Debemos volver a hacer de cada uno de nosotros humanos quienes se conmuevan de su entorno, reprueben los actos de violencia e injusticia, y se sensibilicen ante los padecimientos, dolor o las carencias del otro.
Sensibilidad, interés y solidaridad son algunos de los valores que nos pueden ayudar a reconocer una dignidad en la vida de cada humano, desde el aún no nacido, pasando por el niño, el joven y el adulto, hasta el anciano.
¡Hay que insistir en esta empresa!
Debemos mirar al mundo que nos rodea, a los seres quienes comparten nuestra vida, conocerlos, tratarlos…, de esa manera quizá lleguemos a amarlos o no, pero lo más importante, cuando logremos penetrar en su mundo, cuando aprendamos a ver con una mirada más solidaria a nuestros hermanos del planeta, quizá lleguemos a la conclusión de que lo único racional que nos queda por hacer es asumir, precisamente, nuestra condición de seres constituidos para la convivencia.