El tiempo nos viene demostrando que cada vez más, la negociación entre las fuerzas políticas, acaba sometiéndose a la normativa parlamentaria, la cual, se ha convertido en obstáculo a la búsqueda de consensos y respeto a las decisiones de las mayorías.
Diputados de distintas fracciones compartimos de cierto modo, sentimientos de angustia y frustración, al ver que resulta imposible concluir con la tramitación de proyectos. Pareciera inaudito, pero se nos impide votar y ejercer el mandato que como legisladores nos encomienda la Constitución Política.
Basta con analizar las agendas legislativas para darse cuenta de cómo, por iniciativas individuales, se entraban los procesos legislativos que normalmente nos llevarían a la aprobación de importantes iniciativas.
En materia de reformas constitucionales tenemos un ejemplo muy palpable, el de la reforma del “Derecho al acceso al agua” que no ha podido ser votada por los interminables discursos que han impedido la votación. Otro caso que nos sirve de ejemplo es la “Ley de Investigación Biomédica”, que tampoco ha conseguido avanzar y concretarse debido a las enmiendas y al uso desmedido de la palabra.
¿Qué sentido tiene el impedir que se voten los proyectos de ley? ¿Qué sentido tiene para la democracia impedir que los representantes del pueblo puedan tomar decisiones?
Y de seguir así, ¿cómo podemos esperar que la opinión pública tenga una percepción positiva sobre el primer Poder de la República?
Hay quienes responden a estas preguntas diciendo que reformar el Reglamento es antidemocrático y que iría en contra del derecho de enmienda del legislador.
Un argumento erróneo pues nadie pretende eliminar el derecho de enmienda ni ningún otro. Lo cierto es que resulta urgente hacer reformas e implantar un nuevo modelo de trámite de proyectos, con plazos, y la posibilidad de discusión, aprobación o desaprobación, de forma ágil, tal y como existe en las democracias modernas. Nuestro país lo necesita.
Alicia Fournier Vargas