Jueves, 19 Junio 2014 07:38

Un sólido sustento cultural

La cultura es el elemento que cohesiona a quienes forman parte de una abstracción denominada nación. Lo que no logra la etnia, la pertenencia a un espacio físico, incluso a una determinada historia, es factible que suceda en el espacio de la cultura. Por eso la cultura es la esencia que da sentido a la diversidad y que es capaz de hacer coherentes sucesos aislados, aún más, aparentemente contrarios.

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La fortaleza de un pueblo, más allá de las condiciones objetivas que, sin duda, resultan fundamentales en el corto plazo, como el poderío intelectual o la fortaleza económica, está en su capacidad para construir las venas comunicantes entre generaciones que formen parte de un continuo cultural que las trascienda.

Entonces, puede afirmarse que la formación de la cultura es una tarea permanente de continuidad y síntesis; síntesis de todo lo que es originalmente diferente y que cobra sentido en la medida que se convierte en parte esencial de lo común; y continuidad para entenderse como parte de una cadena la cual se construye diariamente, sin que un eslabón sea más importante que otro. A pesar de que, indudablemente, se han vivido etapas en las que la exclusión ha pretendido imponerse, ella ha terminado por ser sedimentada por la cultura para convertirse precisamente en parte de este interrumpido proceso de continuidad y síntesis.

Ese debe ser uno de los rasgos esenciales de la cultura nacional, que sea incluyente y que mantenga vivas todas las expresiones que la han determinado: poesía, tradiciones, pintura, artesanía, bailes, gastronomía, leyendas, gastronomía, patrimonio arquitectónico o música; frente a un mundo globalizante el cual, aunque en muchas ocasiones la ha puesto en vilo, se hace fundamental para valorarla.

Pues, por ejemplo, el concepto de nación mestiza carecería de sentido sin su componente indígena; la libertad de culto no habría emergido como fortaleza sin el sincretismo religioso; o el tiempo histórico no respondería a la trascendencia sin la cosmovisión de los primeros pobladores.
Por ello, cuando se cobra conciencia de que el pasado no se ha ido ni se irá; cuando lo nuevo se encadena imperceptiblemente con el ayer; cuando se valoran las manifestaciones de identidad que se descubren en nuestras producciones culturales, es cuando, realmente, se puede comprender la verdadera dimensión del pueblo al que, con tanto orgullo, se pertenece.

En esta tarea es imprescindible que los gobiernos dejen de ver en la cultura la cenicienta de los países. Estado y cultura deben enlazar esfuerzos, porque este sigue siendo un eje fundamental en la promoción y dinamización de esta. A la vez, nosotros debemos tener muy en claro que todos somos agentes culturales, pues la cultura nace, precisamente, de las relaciones establecidas en el seno de la sociedad. Ello, entonces, debe ser razón suficiente para que nuestro compromiso por reivindicarla, y hacerla propia, se haga realmente palpable, porque un país sin un sólido sustento cultural, sin duda, se encuentra expuesto a la desvinculación de su propia identidad.

En este sentido, el historiador cubano Roberto Roque Pujol expresaba que “el desarrollo de la cultura es un cambio hacia el pleno desenvolvimiento humano, para que sirva como un desarrollo democrático y liberador, que tome como foco de atención al ser humano concreto, individual, y estimule la expresión plena de sus aspiraciones y necesidades”. Por lo tanto, en medio de una atmósfera plagada de símbolos externos, es que se debe atisbar la grandeza de nuestro porvenir fincada en la vigencia de nuestro pasado, el accionar del presenta y la sana proyección hacia el futuro, mediante la mayor riqueza que toda Nación puede ostentar: su cultura, nuestra cultura.