Jueves, 09 Diciembre 2010 07:44

Tengo la edad que quiero y siento

Cuando se habla de vejez, no es extraño que muchas personas relacionen este tiempo con aspectos negativos como achaques, inutilidad, falta de productividad o cansancio; pareciera como si la sociedad se empeñara en evitarla, como si nadie deseara llegar a esta condición y más bien colocar en un sitial de honor una marcada ansiedad por ser joven.
¡Qué lamentable actitud representa esto! Pues es menospreciar el respeto y la dignidad que debemos tener ante la experiencia, conocimientos y valores que los años nos han brindado.
Debemos tener claro que hablar de la vejez es referirse a una palabra que implica sabiduría, el buen consejo de quienes han vivido más que nosotros, de experiencias, consejos y anécdotas que, a la postre, nos pueden servir de enseñanza para hacer de nuestra vida un tiempo más agradable y productivo, tal y como se hacía en la Antigua Grecia o en muchas de las sociedades asiáticas actuales en donde se ve al anciano como un ejemplo por emular y con un gran poder de influir en las grandes decisiones de los pueblos.
Por eso resulta incongruente que pese a la importancia que representa el ser una persona adulta mayor  y a las leyes existentes para su protección, persistan tantos estereotipos, prejuicios, tanta discriminación y tanto rechazo para quienes integran esta parte de la población. Basta escuchar el testimonio de algunos de ellos al comentar que en sus familias ya no se le consideraba como parte importante del hogar.
¿Nos agradaría que nos trataran así a quienes aún somos jóvenes? ¿Nos gustaría tratar así a aquellos adultos mayores quienes se encuentran a nuestro alrededor?...
Sin duda, en este tema, debemos visualizar hacia un futuro, pues si queremos envejecer con dignidad y que se nos trate como tal, debemos también respetar a quienes están ya en esta etapa de la vida.
Recordemos que muchos de los adultos mayores fueron, y lo siguen siendo, los forjadores de una cultura caracterizada por la solidaridad, el esfuerzo, la perseverancia, la honradez y la justicia. Despreciarlos a ellos es, también, ignorar una historia la cual incorporó, y continúa incorporando, la sabiduría de la tercera edad a la sociedad como núcleo esencial de su desarrollo.
De ahí que reconocer constantemente la importancia del adulto mayor en la sociedad, en la familia,  en este mes dedicado a ellos, es reafirmar e impulsar su autoestima y ofrecerle un nuevo significado a su existencia para prolongar sueños y esperanzas dentro de un contexto el cual les garantice una vida con calidad física, espiritual y mental más allá de centrarse solamente en los años.
Como lo expresaba el escritor portugués José Saramago: “Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso y hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o a lo desconocido... Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. ¡Qué importa cuántos años tengo! Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte. ¿Qué cuantos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones truncadas, ¡valen mucho más que eso!
Cuando se habla de vejez, no es extraño que muchas personas relacionen este tiempo con aspectos negativos como achaques, inutilidad, falta de productividad o cansancio; pareciera como si la sociedad se empeñara en evitarla, como si nadie deseara llegar a esta condición y más bien colocar en un sitial de honor una marcada ansiedad por ser joven.
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¡Qué lamentable actitud representa esto! Pues es menospreciar el respeto y la dignidad que debemos tener ante la experiencia, conocimientos y valores que los años nos han brindado.
Debemos tener claro que hablar de la vejez es referirse a una palabra que implica sabiduría, el buen consejo de quienes han vivido más que nosotros, de experiencias, consejos y anécdotas que, a la postre, nos pueden servir de enseñanza para hacer de nuestra vida un tiempo más agradable y productivo, tal y como se hacía en la Antigua Grecia o en muchas de las sociedades asiáticas actuales en donde se ve al anciano como un ejemplo por emular y con un gran poder de influir en las grandes decisiones de los pueblos.
Por eso resulta incongruente que pese a la importancia que representa el ser una persona adulta mayor  y a las leyes existentes para su protección, persistan tantos estereotipos, prejuicios, tanta discriminación y tanto rechazo para quienes integran esta parte de la población. Basta escuchar el testimonio de algunos de ellos al comentar que en sus familias ya no se le consideraba como parte importante del hogar.
¿Nos agradaría que nos trataran así a quienes aún somos jóvenes? ¿Nos gustaría tratar así a aquellos adultos mayores quienes se encuentran a nuestro alrededor?...
Sin duda, en este tema, debemos visualizar hacia un futuro, pues si queremos envejecer con dignidad y que se nos trate como tal, debemos también respetar a quienes están ya en esta etapa de la vida.
Recordemos que muchos de los adultos mayores fueron, y lo siguen siendo, los forjadores de una cultura caracterizada por la solidaridad, el esfuerzo, la perseverancia, la honradez y la justicia. Despreciarlos a ellos es, también, ignorar una historia la cual incorporó, y continúa incorporando, la sabiduría de la tercera edad a la sociedad como núcleo esencial de su desarrollo.
De ahí que reconocer constantemente la importancia del adulto mayor en la sociedad, en la familia,  en este mes dedicado a ellos, es reafirmar e impulsar su autoestima y ofrecerle un nuevo significado a su existencia para prolongar sueños y esperanzas dentro de un contexto el cual les garantice una vida con calidad física, espiritual y mental más allá de centrarse solamente en los años.
Como lo expresaba el escritor portugués José Saramago: “Tengo la edad que quiero y siento. La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso y hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o a lo desconocido... Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. ¡Qué importa cuántos años tengo! Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte. ¿Qué cuantos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones truncadas, ¡valen mucho más que eso!