No son consecuencia de ideal alguno labrado en la forja histórica de filosofías trascendentes, ni de alguna novedosa cosmovisión. Se trata únicamente de una respuesta simplista que promueve cambios legales para legitimar la infracultura hedonista en la que, actualmente, están sumiéndose muchas sociedades occidentales. Esas ofertas legislativas para que las sociedades se consuman en el océano de sus propios apetitos e instintos egoístas, no deberían ser problema alguno, de no ser porque la experiencia nos demuestra, -hasta la saciedad-, que los pueblos que se han derrumbado, son aquellos que han distendido sus convicciones comunes, su ética de trabajo y la identidad de valores que forjaron su destino, dando paso al engendro de la corrupción.
En tiempos decadentes para Gran Bretaña, Edward Gibbon escribió una obra esclarecedora acerca de este tipo de circunstancias, enfocándolas dentro del contexto de la caída del imperio romano. En ella demostraba lo grave que es para las sociedades abdicar a la identidad de su código común de virtudes. Y aunque el argumento de la libertad es al que usualmente se apela cuando se promueve dicho relajamiento, ello es un espejismo, pues cuando la libertad es avasallada subordinándola exclusivamente en función de los instintos y apetitos, degenera en libertinaje, que es antesala del cinismo, de la demagogia y finalmente, del despotismo.
Sabemos que las sociedades libres no caen por los obstáculos y adversidades que enfrentan. Etnias y naciones se han sostenido frente a adversidades inimaginables, asidas únicamente a la colectiva lealtad a su identidad de valores comunes y a la esperanza trascendente. Pocos años atrás, Jean Francois Revel, era insistente sobre sus temores de que las sociedades abiertas caerían frente a la amenaza del totalitarismo comunista, pero los hechos demostraron lo que ya la segunda guerra mundial había probado: que las sociedades libres, aferradas a sus convicciones, pueden confrontar y vencer el despotismo, como ya había sucedido frente al horror nazi. Por ello, ni aún el poderío tecnológico y material es ventaja determinante para impedir que el despotismo sea derrotado, como tampoco para evitar que una sociedad libre degenere.
Vivimos la paradoja de que en nuestro país parecen coexistir dos Costa Ricas. La que inspira, la de los combatientes anónimos, la que se vuelca solidaria frente a la adversidad de sus congéneres, la que se esfuerza, persevera y al menos intenta la coherencia entre virtud y fe sincera. Y por otra parte, la Costa Rica que es leal, solo a la búsqueda de sus deleites como fines en sí mismos, la que se resiste a ceder en sus intereses egoístas, la que se detiene a contar sus talegas en medio de la marcha.
Estemos alerta frente a aquellos que, -aunque de buena fe-, impulsados sobre la ola que recorre ciertas naciones, están pretendiendo importar ese código cultural a nuestra sociedad, legitimando una suerte de consenso del egoísmo, que tanto daño ha ocasionado a aquellas sociedades sustentadas en la responsabilidad y la verdadera libertad.
Fernando Zamora Castellanos