Digo “chinchorros” porque son salones humildes, sencillos, pero maravillosos. Esos chinchorros son mi otra patria. Dos patrias tengo yo: Costa Rica y la noche de los chinchorros. Generalmente son salones antiguos, con decoración que remite a otras épocas. Son como ollas mágicas. Ahí adentro se cocina el baile popular. Literalmente se cocina, porque mis amados chinchorros tienden a ser pequeños para la cantidad de gente que los frecuenta. Y cuando me refiero a los “artistas”, se trata de la cantidad de personajes únicos, irrepetibles, que llegan a bailar a los chinchorros. El padre de todos esos personajes es Jorge “El Negro” Calderón, un flaco chispeante, quien a sus 80 años todavía da lecciones de cómo bailar bolero “contaminado” con el tango, condimentado por la elegancia del baile argentino… Toma hasta cuatro buses y le inyectan voltarén pues tiene una lesión en la cadera, pero no deja de ir a bailar. Otro es Manzanita, un taxista nocturno, que baila de 11 p.m. a 1 a.m. en cualquier salón, con sus camisetas con huequitos y sus camisas pintonas. Tienen unos toques en cumbia que se nota que los exportó del mambo y que lo hacen único en los salones. También está Topo Yiyo, de Los Ángeles de San Ramón, quien acompaña a la Orquesta de Lubín Barahona y los Caballeros del Ritmo (única en su género) con sus camisas que parecen que le heredó la orquesta de Pérez Prado. Suena la orquesta y Topo Yiyo parece la versión masculina de Tongo Lele. En el swing criollo, los personajes principales son Gringo, Cupido y Tito, distinguidos por su chainy, su feeling y su sabor. Y en todos los salones, usted puede distinguir a sus propias joyas. Por ejemplo, en el Típico Latino, hay un personaje que llega a bailar con botas de cuero, una blanca y otra café; un médico de 80 años es el gran galán de las noches de los lunes y Umaña es el maestro de todas las muchachas que quieren aprender a bailar. Es un calvo encantador, un flaco sin remedio, cuya sonrisa de 60 y pico de años, fascina a las damas de todas las edades. Dice una amiga mía, que en los salones de baile que yo frecuento, todos somos o pachucos o polos. De inmediato, reaccioné y le dije que prefiero ser pachuco y polo que pipi o popof. Días después de la afrenta de mi amiga (a quien no llevé más a bailar, por su irrespeto a los muñecos que bailan en los chinchorros) la llamé y le dije que había llegado a una conclusión gracias a su visión inexacta de nuestra realidad de estrellas de salón: ni somos pachucos ni polos. Lo que somos es chirotes. Y agrego, hay un mundo de distancia entre un charlatán y un chirote. Los chirotes gozamos la vida y la noche, esa otra patria, como decía Martí. Los chirotes vivimos felices la bohemia, porque al decir del expresidente Luis Alberto Monge, compatriota de la noche, “la bohemia, bien manejada, humaniza”.
Un buen bailongo se compone de tres elementos: un buen conjunto, de los que he escrito antes; un salón tipo “chinchorro” y una caterva de artistas, de personajes, de gente especial que baila, que hace del baile un arte popular. No digo “chinchorro” en sentido ofensivo o peyorativo.