Fui a Zarcero a tomar fotos de la visita de la Virgen de los Ángeles en ocasión del centenario de la parroquia del pueblo, que es un portal gigante, con una pintoresca y coqueta iglesia rosada, como si fuera una flor, una yerbera, transformada en templo, y que ahora se vestirá de color del cielo cuando está empedrado, con la luna escondida entre las nubes.
El parque de Zarcero parece hecho por alguien que fue al cielo y volvió con el diseño de sus jardines en los ojos. (Es una lástima que ese parque no tenga iluminación en la noche).
Recibieron a La Negrita 2197 mujeres vestidas con pantalón blanco y blusa amarilla, los colores que representan a la Iglesia Católica. Digo el número exacto de las mujeres porque me di a la ardua tarea de contarlas. Lo hice con embeleso y alegría en la mirada. Las conté, las miré, las analicé, las celebré. Si Zarcero parece un pedacito arrancado a Suiza, uno jura que sus mujeres son pastorcitas color rosa, que pastoreaban ovejas y cabras en los potreros de Dios, y que fue el patrono del pueblo, San Rafael Arcángel, quien se las robó para traerlas a que adornaran este portal con sus ojos de color verde, azul, gris, marrón, miel, azabache; con las manzanas de sus mejillas; con la sorpresa en botón de sus sonrisas, y con los arroyos de sus labios, fuentes de agua viva.
Después de que el pueblo entero entró de rodillas, muchos llorando de la alegría, y que cada quien puso una rosa a los pies de la Negrita, que tuvo cinco mil rosas justo frente a su trono, el cura párroco de la Basílica de los Ángeles, Padre Jorge Eddy Solórzano Coto, que la resguarda y la cuida, se dispuso a quitarle los ornamentos de oro a la Reina de los Ángeles.
Luego, le quitó el vestidito blanco, con encajes, y quedó La Negrita ante nuestros ojos atónitos, que se querían salir, que no podían enfocar la pequeñez verde, la diminutez en jade oscuro, la naturaleza viva de esa piedra luminosa.
Fue en ese momento en que pude tocar a La Negrita. No puedo describir el chorro eléctrico que me atravesó, la punzada de luz que hizo camino por todo mi cuerpo. Ahí estaba todo yo convertido en un chispero.
Se me salieron unas lágrimas de la emoción y después me di cuenta que muchas de mis fotos salieron mal porque me fallaba el pulso y andaba yo inundado de pájaros de colores. Había fuegos de pólvora en mis adentros.
Podrán decir que es una piedra. Pero tantas oraciones de tantas gentes durante tantos años han depositado una energía única, que nunca antes conoció mi mano. Cerré el puño como si quisiera que no escapara esa luz danzarina que se había esparcido por todas mis modestas existencias.
Ahí, bajo la belleza imponente del templo de Zarcero, con un pueblo fervoroso que gritaba, lloraba y reía feliz, junto al altar, calladita, chola, mestiza, tiznada, mulata, indígena, pasada de fuego, horneada por tantas súplicas, ante mis ojos y en mi mismísima mano, estaba la madre de Dios.