Así se titula un interesante libro que tengo en mis manos, que me permito recomendar a todos aquellos, juristas o no, que gusten de hurgar en el pasado. El libro reúne, muy bien impreso a todo color, e ilustrado profundamente con unas simpáticas caricaturas, 60 disposiciones normativas, entre Leyes, Decretos, Órdenes, Acuerdos, Circulares y Oficios promulgados por el Gobierno de Costa Rica entre los años de 1824 y 1910.
El recopilador es el señor Marcos Mena Brenes, Director Administrativo de la Imprenta Nacional, quien nos advierte en el Prólogo de su obra, que no se trata simplemente de una “selección de rarezas legales” ni tampoco “una compilación de las normas más importantes dictadas dentro del mencionado período”, sino que, espigando sobre lo legislado en Costa Rica sobre los más diversos temas, ha querido entregarnos “un instrumento que nos permita reflexionar sobre lo que fuimos, sobre lo que somos y, por qué no, también sobre lo que queremos ser”.
Es sabido que cuando el legislador dicta una norma, no está declarando cual es, de hecho, la conducta de la sociedad a la cual está dirigida, sino que, simplemente dicta cual “debe ser” el comportamiento de todos aquellos que se encuentren dentro de los supuestos de la norma, lo que necesariamente presupone un juicio valorativo de la conducta que se trata de implementar.
De este modo, al invitarnos a estudiar la legislación del pasado, el señor Mena ha pretendido-y en mi concepto lo ha logrado-darnos una idea de “como vivían nuestros abuelos y abuelas y cuales eran algunos de sus principios y valores”. A muchos sorprenderá saber cosas como estas: que el año 1833, bajo el mandato de don José Rafael de Gallegos, se reglamentó por primera vez en nuestro país, la libertad de prensa; que don Juan Rafael Mora, en 1850 dictó un prolijo Reglamento sobre el alumbrado público de la capital y las funciones de los llamados serenos, que eran una especie de policías que entre las 18 horas y las 05 horas del día siguiente, velaban por la seguridad y cumplían con otras importantes funciones en beneficio de los cuidadanos, recorriendo las calles y dando noticia, de viva voz, si la noche estaba clara, oscura o lluviosa; que por Decreto de 8 de julio de 1887, bajo la presidencia de don Ascensión Esquivel, se dictó la famosa Ley de Vagos, que consideraba como tales, entre otros, a los que no tenían oficio, profesión, renta, sueldo ocupación o medio lícito de vivir y se les obligaba a realizar trabajos públicos, en obras nacionales o municipales, por un término de tres meses a un año, el cual podía aumentarse hasta el doble del tiempo, en caso de reincidencia, y en el año 1839, el Jefe del Estado, el terrible don Braulio Carrillo, dictó un draconiano Reglamento del Presidio Urbano, que castigaba las faltas de los presidiarios “con varilla desde diez hasta cien palos” y con doble tarea en el trabajo, pero eso sí, advierte que, por ningún concepto, podía privarse de alimentos a los reos y ese mismo Reglamento le imponía a los soldados, además de sus funciones ordinarias, la obligación de ocuparse un mínimo de tres horas en trabajos materiales del presidio, para “conservar en ellos la salud y robustez tan necesarias”.
Más allá de estos y otros muchos detalles que nos pueden parecer folclóricos, el lector atento deberá admitir que las gentes de estas épocas, juzgados a la luz de paradigmas de esta época, pueden parecer rudas e ignorantes, pero la verdad es que vivían en una forma austera, frugal y sencilla, pero su común adhesión a principios eternos de honestidad, rectitud y compasión, propios de un cristianismo vivido a plenitud, les permitió conformar una sociedad más segura, fraterna y justa que en la que actualmente vivimos.
Todo aquel que tenga los ojos y la mente abiertas a la realidad y no se deje embaucar por las fementidas invocaciones a los Derechos Humanos, proclamadas por políticos y burócratas internacionales que viven de ese cuento, tienen que reconocer que la permisividad excesiva causada por estas prédicas, es la que nos ha conducido al lamentable estado en que nos encontramos: la corrupción en todos los niveles; la impunidad más irritante y la seguridad de los ciudadanos amenazada a todas horas por delincuentes capaces de asesinar a cualquiera en plena vía pública, para arrebatarle un teléfono celular. No se trata de pretender un regreso al pasado, lo cual es por otra parte, totalmente imposible, pero sí de rescatar los valores eternos que vivieron nuestros antepasados, para encarnarlos en nuestro presente.
Debe distinguirse entre lo que es eterno y las formas propias de una época determinada, las cuales necesariamente son perecederas y transitorias. Nada más actual y vigente que el Libro de los Proverbios del Antiguo Testamento y nada tan obsoleto y caduco como un período publicado en el mes anterior y abandonado en una papelera. Si este deshilvanado comentario pudiera suscitar en personas más autorizadas, el deseo de buscar en nuestras antiguas leyes, el oro fino de los principios eternos para incorporarlo, revestido de las nuevas formas, a nuestro sistema legal, me sentiría plenamente satisfecho.