Ciertamente cuando las sociedades antiguas como la Griega se cuestionaban sobre los oficios más trascendentes, emergía como constante el sólido reconocimiento a aquellos educadores quienes acompañaban y guiaban a sus discípulos en ese vital camino del conocimiento y aprendizaje.
Un camino cargado de enseñanza, pensamiento crítico, sentido de respeto y valoración, en donde el maestro era visto como constructores de conocimiento y vida.
De entre quienes hemos tenido la oportunidad de acceder a las aulas; sin duda, sería muy difícil que alguien no guarde una tierna evocación, un consejo a tiempo, una enseñanza de vida, una palabra de aliento, una mirada de esperanza, o una orientación esclarecedora, de un o una docente.
Cuántas veces de sus voces, y sus relatos, la historia ha cobrado la dimensión de hazaña; el amor a la Patria se ha sembrado en nuestros corazones, y el descubrimiento de lo que había más allá de nuestra vista se ha abierto en el salón de clases.
Pero también, quienes hemos tenido el inmenso privilegio de enseñar, de forjar no sólo profesionales, sino humanos, atesoramos con emoción las imágenes de niñas, niños, adolescentes, jóvenes y adultos, emprendiendo la senda del conocimiento; aprendiendo a desarrollar sus capacidades; a confiar en sí mismos; y a volar con sus propias alas.
Esta misión social, vale decirlo, debería prácticamente ser universal. En todos los espacios de la tierra la labor educativa de las y los docentes, aunque pocas veces recordada, es una de las más valiosas funciones sociales primordiales en el progreso, bienestar e igualdad de los pueblos.
Sin embargo, ese reconocimiento a estas valiosas personas, también debe acompañarse de la identificación de las difíciles condiciones que siguen encarando en materia salarial, laboral y profesional. Pues parece ilógico que quienes han contribuido, y lo siguen haciendo, a la formación integral de las y los ciudadanos de nuestro país, no ostenten una posición de mayor privilegio.
De ahí que, el inicio de este nuevo curso lectivo, sea fecha propicia para insistir en la urgencia de que Gobierno y sociedad le otorguen a la educación, en la práctica, la prioridad de calidad y pertinencia que alcanza en el discurso para que así las aulas sean, cada vez más, espacios abiertos a la palabra, el respeto, el análisis, el debate, la tolerancia y la creación para que cada estudiante amplíe las ventanas por las cuales se percibe el mundo.
Por eso, hoy, y siempre, el mayor de los reconocimientos a esas educadores y esos educadores quienes han construido en las aulas un proyecto democrático; han asomado a los estudiantes al estudio de la Patria y del mundo; han formado buenos ciudadanos; han alimentado la esperanza en momentos difíciles; han enseñado a discutir y razonar; han impartido su conocimiento con respeto, fraternidad, compromiso y pasión; y nos han motivado a soñar y realizar nuestros sueños.
Porque, sin duda, bien vale recordar aquella frese expresada por Howard Hendricks de que “la enseñanza que deja huella no es, básicamente, la que se hace de cabeza a cabeza, sino aquella que se trasmite de corazón a corazón”.