Hace algunos días las noticias internacionales informaban que en algunas de las principales ciudades de Europa, habían empezado a circular unos autobuses, portando grandes letreros en los que se instaba al público a “disfrutar de la vida”, pues lo más probable es “que Dios no exista”. Como es sabido que vivimos en la época de “la apostasía de las masas”, el simplista anuncio no resulta novedoso, pues resume la posición superficial de vastos sectores de la población, que muchas veces, buscando lo que llaman su “emancipación”, se meten en un callejón sin salida. El llamado “a disfrutar de la vida”, como consecuencia de la negación de Dios, delata las aspiraciones de estos autores y su pobre concepto de la Divinidad, a la que conceptualizan como a un simple policía, limitante de sus más secretos y urgentes deseos.
Los autores de los mencionados anuncios pertenecen, según dicen los diarios, a asociaciones cuyo objetivo es difundir el ateísmo, el cual, como opinión personal, ha existido desde siempre, pero que desde fines del siglo XIX, gracias al materialismo dialéctico, ha tomado un carácter combativo y militante. Muchos de los que hoy se proclaman ateos, no tienen derecho a su ateísmo, pues no han dedicado ni un minuto a reflexionar sobre el tema y se limitan a repetir lo que otros les dicen. Pero, cabe preguntarse si realmente sería posible prescindir de la creencia en el Ser Supremo, sin convertir la sociedad en un infierno, dominado por apetitos egoístas.
Oigamos la voz de un científico no confesional, quien durante toda su vida quiso conservar su posición de tal: el Doctor Carl Gustav Jung, pionero de la moderna Psiquiatría y descubridor del Inconsciente Colectivo, nos dice: “Entre mis pacientes que han sobrepasado la mitad de la vida, es decir los 35 años, no hay uno solo cuyo problema definitivo no sea el de la actitud religiosa. Mas aún todo individuo-en el último término-enferma porque ha perdido lo que las religiones vivas ofrecen a sus fieles en todos los tiempos y nadie se ha curado realmente sin haber restaurado su actitud religiosa, lo cual-naturalmente-no tiene nada que ver con la Confesión o pertenencia a una iglesia”. Y en otra oportunidad también manifestó: “Estoy inquebrantablemente convencido de que un inmenso número de personas han de vivir en el seno de la Iglesia Católica y no en algún otro lugar, porque en la Iglesia Católica es donde están mejor y más provechosamente albergadas”. Estas declaraciones, provenientes de un agnóstico, que al mismo tiempo era un eminente hombre de ciencia, pueden darnos una idea de los catastróficos resultados, para la salud individual y social, que pueden derivarse de un rompimiento universal con la Trascendencia. La libertad absolutizada, tan ansiosamente buscada por los modernos nihilistas, solo puede conducirnos no a la ansiada emancipación que ellos buscan-sino al desamparo y al absurdo. Clara muestra de ello han sido los existencialistas ateos, posteriores a la segunda guerra mundial y sus herederos, los hippies, algunos de los cuales perviven en nuestros tiempos, refugiados bajo el alero del arte y la ecología. Hace ya bastante tiempo que fueron superados los supuestos conflictos entre la Religión y la Ciencia, en que se debatieron las generaciones de fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Hoy día las clases verdaderamente cultas reconocen que ambas se mueven en planos diferentes y por lo tanto no puede haber conflictos entre ellas.
El Dr. Lecomte de Noüy*, médico y biólogo, miembro del prestigiado Instituto Pasteur, se expresa así en un párrafo de su obra “El Porvenir del Espíritu”, el cual considero acertado transcribir para concluir este breve comentario “Los que sin ninguna prueba-ya lo hemos demostrado-se han esforzado sistemáticamente por destruir la idea de Dios, han hecho una obra vil y anticientífica. Y lo proclamo con tanta energía y convicción, cuanto que no poseo la Fe, la verdadera, la que surge de lo más profundo del ser. Yo no creo en Dios más de lo que creo en la realidad de la evolución o en la realidad de los electrones. Pero si es forzoso introducir el sentimiento en la ciencia, no creo menos. Y tengo la certeza científica de que no me engaño.
Lejos de estar sostenido y ayudado por una inquebrantable creencia en Dios, como otros hombres de ciencia a quienes envidio, me he iniciado en la vida con el escepticismo destructor que entonces estaba de moda. He necesitado treinta años de laboratorio para llegar a convencerme de que los que tenían el deber de iluminarme, aunque sólo fuera confesando su ignorancia, me habían mentido deliberadamente. Mi convicción actual es racional. He llegado a ella por los senderos de la biología y de la física y estoy convencido de que es imposible que no le ocurra lo mismo a todo hombre de ciencia que reflexione, a menos de adolezca de ceguera o mala fe. Pero el camino que he seguido es indirecto, no es el bueno. Y para evitar a otros mi inmensa pérdida de tiempo y de esfuerzo, es que me alzo violentamente contra el espíritu maléfico de los malos pastores”.Interesantes conclusiones, verdad? Pero me temo que al amparo de las permisivas democracias occidentales, los autobuses ateos seguirán circulando por las calles del viejo Continente…hasta que Dios quiera.