Durante los últimos años, los niveles de violencia han aumentado considerablemente en América Latina. Por ejemplo, la tasa de homicidios se ha incrementado en más de un 40%, dándole a Latinoamérica y al Caribe la no muy honrosa distinción de ser la segunda región más violenta del mundo.
Paradójicamente, en la medida en que crece la conciencia moderna que condena la violencia, esta se intensifica mimetizándose en las prácticas sociales. Por desgracia, Costa Rica no ha sido la excepción.
Ciertamente el combate a la inseguridad, la delincuencia, al crimen organizado, ha dejado de ser, en nuestro país, una redituable promesa de campaña política para transformarse en un delicado problema de Estado.
Y no es para menos. Millones de costarricenses viven aterrados porque hoy, más que nunca, es cierto aquello de que sabemos cuándo salimos de nuestras casas, pero no cuándo regresaremos...
En lo cotidiano, por desgracia, la nota roja es el ingrediente fundamental de la información de los medios, lo cual nos lleva a darnos cuenta de que la lucha parece ser que la están ganando los detractores de la paz social.
Lo que está sucediendo en Costa Rica es muy preocupante, y va más allá del miedo de los ciudadanos, quienes cada vez toman más conciencia del problema; por lo tanto, no basta solamente con preocuparse. Hay que ocuparse del hecho; es decir, hacer una seria reflexión acerca de lo que nos está pasando.
No se trata de predecir desastres; pero ya se han registrado casos en los cuales, ante la falta de una respuesta efectiva, la gente se hace justicia por su propia mano.
De ahí que no se pueda llegar a aceptar que la violencia es inherente al temperamento de los ticos, y que por ello todo lo que sucede es normal. Esto sería lo peor que pudiera sucedernos.
Nadie puede ser insensible ante la violencia, pues nadie está libre de la inmensa pérdida de los valores que, como sociedad, han conformado nuestra identidad.
Mas el cambio no consiste en la simple aceptación de que la inseguridad es un problema muy complejo; tampoco se puede dejar que todo lo haga el Gobierno, porque sería recorrer los mismos caminos de falta de compromiso ciudadano.
Leyes más efectivas, revisión severa al sistema de impartición de la justicia, una lucha frontal y sin cuartel a la corrupción, o un enérgico programa de educación en valores, siguen siendo asignaturas pendientes en esa necesaria lucha contra la violencia.
Una ardua lucha en la que la participación es fundamental; pero en donde lo más importante es, sin duda, el compromiso y la esperanza de todos para llevarla a cabo, pues como dijera Mahatma Gandhi: “La tarea que enfrentan los devotos de la no violencia es muy difícil; pero ninguna dificultad puede abatir a los humanos que tienen fe en su misión”.