Si Dios nace todos los días en nuestro planeta, nace en el agua.
Y si Dios nos manda un abrazo, ese abrazo viene mojado.
Dios llega a nosotros vestido de abrazo. Pero ese abrazo es para los ojos y los oídos. Viene vestido de naciente de agua. A las nacientes les llamamos ojos de agua. Y en cada ojo de agua, quien mira es Dios. Dios salta a la vida en el planeta en cada naciente.
San Agustín decía algo así: “flores, dejen de decirme, dejen de gritarme que Dios existe”. Yo a Dios le digo agua, agua, agua. Escuchó la voz de Dios en el manantial. Dios me susurra desde el aljibe. Dios vuelve a nacer en los oídos desde las nacientes.
El agua tiene memoria. El agua esconde los secretos de la montaña.
En el fondo de la tierra, hay un fuego intenso que calienta al Ser que a todo le da vida.
Ese Ser Supremo se comunica con nosotros en el agua.
El agua sabe hablar en todos los idiomas. Ni siquiera se necesita tener oídos para escuchar el agua.
Se le puede escuchar con las manos si uno toca por un instante un manantial.
Se le puede escuchar con la boca si uno besa una naciente y deja que el líquido vital lo recorra por dentro.
Si uno bebe agua del manantial, esa agua entra en el cuerpo y va encendiendo las luces de todos los órganos. El agua enciende todos los bombillos de la vida en nuestro cuerpo. Entra el agua y nuestro cuerpo abre todos los ojos y todos los oídos de cada uno de sus rincones.
Camilo Rodríguez Chaverri