Colombia disfrutó hasta hace unos años de un envidiable sistema de salud, hasta que se desmanteló y hoy, como reconoció con dolor una ciudadana de ese país radicada en Costa Rica, son comunes los viajes de la muerte con una persona agonizante, se tocan puertas de hospitales y todas permanecen inhumanamente cerradas.
A pocos días de su deceso, el historiador Osvaldo Valerín, se dio a la tarea de producir un documental de la Caja Costarricense de Seguro Social, sería el último de su fecunda labor de tocar conciencias para que no olvidemos el pasado y entre sus notas se pregunta ¿qué sería Costa Rica sin el Seguro Social?
La respuesta es obvia para muchos y aquí la palabra la tienen centenares de miles de diabéticos, hipertensos, cardiópatas, cancerosos y tantos que padecen enfermedades crónicas propias de un país con afecciones de naciones de primer mundo.
En un mundo mercantilista, no pocos se frotan las manos con el presupuesto de 1.3 billones para el Seguro de Salud que administra la Caja, un manjar apetecible cuando lo que importa es la ganancia, la cuenta bancaria, tan alejadas de los principios de unidad, obligatoriedad, igualdad, equidad, subsidiaridad y ante todo solidaridad, que sustentan a nuestro régimen de seguridad social, imperfecto ciertamente, pero con voluntad, totalmente perfectible.
El doctor Rafael Ángel Calderón Guardia, Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez y el líder del Partido Comunista licenciado Manuel Mora Valverde y tantos que les han sucedido en la consolidación de esta invaluable conquista, marcaron un camino de renuncia, de amor al prójimo, de desprendimiento, senda que debemos retomar las actuales generaciones.
Hoy en España se le dice a los pacientes, que tienen que salir con sus empobrecidos bolsillos a comprar más de 400 medicamentos que ya no se les dispensan, el Seguro Social que hoy conocemos en Costa Rica, no es para siempre, a menos que lo defendamos con desprendimiento y altitud de miras, debemos hacerlo quienes creemos que la salud no es mercancía para pasearla en impensables viajes de la muerte.
Colombia disfrutó hasta hace unos años de un envidiable sistema de salud, hasta que se desmanteló y hoy, como reconoció con dolor una ciudadana de ese país radicada en Costa Rica, son comunes los viajes de la muerte con una persona agonizante, se tocan puertas de hospitales y todas permanecen inhumanamente cerradas.
A pocos días de su deceso, el historiador Osvaldo Valerín, se dio a la tarea de producir un documental de la Caja Costarricense de Seguro Social, sería el último de su fecunda labor de tocar conciencias para que no olvidemos el pasado y entre sus notas se pregunta ¿qué sería Costa Rica sin el Seguro Social?
La respuesta es obvia para muchos y aquí la palabra la tienen centenares de miles de diabéticos, hipertensos, cardiópatas, cancerosos y tantos que padecen enfermedades crónicas propias de un país con afecciones de naciones de primer mundo.
En un mundo mercantilista, no pocos se frotan las manos con el presupuesto de 1.3 billones para el Seguro de Salud que administra la Caja, un manjar apetecible cuando lo que importa es la ganancia, la cuenta bancaria, tan alejadas de los principios de unidad, obligatoriedad, igualdad, equidad, subsidiaridad y ante todo solidaridad, que sustentan a nuestro régimen de seguridad social, imperfecto ciertamente, pero con voluntad, totalmente perfectible.
El doctor Rafael Ángel Calderón Guardia, Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez y el líder del Partido Comunista licenciado Manuel Mora Valverde y tantos que les han sucedido en la consolidación de esta invaluable conquista, marcaron un camino de renuncia, de amor al prójimo, de desprendimiento, senda que debemos retomar las actuales generaciones.
Hoy en España se le dice a los pacientes, que tienen que salir con sus empobrecidos bolsillos a comprar más de 400 medicamentos que ya no se les dispensan, el Seguro Social que hoy conocemos en Costa Rica, no es para siempre, a menos que lo defendamos con desprendimiento y altitud de miras, debemos hacerlo quienes creemos que la salud no es mercancía para pasearla en impensables viajes de la muerte.