La muerte de Juan Manuel de 3 años, el secuestro de un niño en Siquirres, el riesgo de seis 6 niños y niñas en extrema pobreza, 20 adolescentes estadounidenses a los que disciplinaban con violencia. Situaciones publicadas en los medios de comunicación en febrero y marzo, con causas y consecuencias muy diferentes, pero a la vez con muchos elementos en común.
Todos niños, niñas y adolescentes que han sido testigos o víctimas de la violencia con la que sus padres y madres resuelven sus conflictos. Una madre que en un círculo de pobreza absoluta tiene como única preocupación la sobrevivencia diaria y personas adultas encargadas de la protección que ceden a cualesquiera sus obligaciones. Todos los problemas de los adultos con limitaciones de ejercer su rol de guarda y crianza y patria potestad de manera adecuada, lo que afecta e impide a sus hijos e hijas vivir plenamente su niñez y su adolescencia.
Personas menores de edad que forman parte de una sociedad que se escandaliza con hechos noticiosos como estos, pero que en pocos días, vuelve a la indiferencia ante el niño que es maltratado, la adolescente embarazada, la explotación laboral y sexual, la adicción o cualquier otra de las situaciones de riesgo que a diario conocemos.
Una sociedad que deposita la responsabilidad en el Estado, y en el Patronato Nacional de la Infancia, institución que con sus limitados recursos atiende, previene y evita el dolor a miles de niños, niñas y adolescentes. Cada uno de los casi 30 mil niños, niñas y adolescentes que se atienden por violación a sus derechos pudieron llegar a ocupar titulares de prensa.
Juan Manuel y muchos otros niños, niñas y adolescentes, también, comparten que fueron noticia en los medios de comunicación, que, cada vez, tienen menos posibilidad de darle un tratamiento profundo a esos hechos de agresión, con lo que limita su función educativa, formativa y de generar cambios en la sociedad.
Si tan solo recordar alguno de estos hechos, hiciera que los adultos logremos trascender del asombro momentáneo a la reflexión y al necesario cambio de actitud hacia nuestros hijos e hijas, y establecer una relación basada en el respeto, la tolerancia, el amor, sería abonar, desde nuestra familia, a la construcción de una convivencia más pacífica y sin duda una mejor sociedad.
La muerte de Juan Manuel de 3 años, el secuestro de un niño en Siquirres, el riesgo de seis 6 niños y niñas en extrema pobreza, 20 adolescentes estadounidenses a los que disciplinaban con violencia. Situaciones publicadas en los medios de comunicación en febrero y marzo, con causas y consecuencias muy diferentes, pero a la vez con muchos elementos en común.
Todos niños, niñas y adolescentes que han sido testigos o víctimas de la violencia con la que sus padres y madres resuelven sus conflictos. Una madre que en un círculo de pobreza absoluta tiene como única preocupación la sobrevivencia diaria y personas adultas encargadas de la protección que ceden a cualesquiera sus obligaciones. Todos los problemas de los adultos con limitaciones de ejercer su rol de guarda y crianza y patria potestad de manera adecuada, lo que afecta e impide a sus hijos e hijas vivir plenamente su niñez y su adolescencia.
Personas menores de edad que forman parte de una sociedad que se escandaliza con hechos noticiosos como estos, pero que en pocos días, vuelve a la indiferencia ante el niño que es maltratado, la adolescente embarazada, la explotación laboral y sexual, la adicción o cualquier otra de las situaciones de riesgo que a diario conocemos.
Una sociedad que deposita la responsabilidad en el Estado, y en el Patronato Nacional de la Infancia, institución que con sus limitados recursos atiende, previene y evita el dolor a miles de niños, niñas y adolescentes. Cada uno de los casi 30 mil niños, niñas y adolescentes que se atienden por violación a sus derechos pudieron llegar a ocupar titulares de prensa.
Juan Manuel y muchos otros niños, niñas y adolescentes, también, comparten que fueron noticia en los medios de comunicación, que, cada vez, tienen menos posibilidad de darle un tratamiento profundo a esos hechos de agresión, con lo que limita su función educativa, formativa y de generar cambios en la sociedad.
Si tan solo recordar alguno de estos hechos, hiciera que los adultos logremos trascender del asombro momentáneo a la reflexión y al necesario cambio de actitud hacia nuestros hijos e hijas, y establecer una relación basada en el respeto, la tolerancia, el amor, sería abonar, desde nuestra familia, a la construcción de una convivencia más pacífica y sin duda una mejor sociedad.