Los seres humanos estamos en constante competición, sean asuntos importantes o superfluos: desde quién cuenta el mejor chiste, hasta el que conduce más rápido; desde el que tiene la casa más grande, hasta quién escupe más lejos. Si alguno presume tener un trabajo horrible, saldrá otro diciendo que el suyo es peor.
Estamos siempre pendientes de decir “eso no es nada”, para después introducir la historia que superará la de la persona que habló antes.
¿Para qué hacemos esto? me pregunto, sin llegar a una respuesta satisfactoria. ¿Será el animal que habita dentro de nosotros y debe superar a su adversario para comer más o lograr aparearse? ¿Será la envidia o el gusto por el reconocimiento? ¿Será el intento de dejar boquiabiertos a nuestros interlocutores, o simplemente la forma en que se nos enseñó a relacionarnos?
Me atrevo a sugerir que quizá lo que buscamos es dejar constancia de nosotros mismos. Cada vez que nos golpeamos el pecho con más fuerza, subimos una rama más alta, presumimos tener más cosas o las mayores miserias, lo que buscamos es recordarle al otro que estamos aquí y queremos ser tomados en cuenta.
Tal vez creemos, sin notarlo, que si estamos en el promedio (ni el más, ni el menos) las demás personas no se percatarán de nuestra existencia. Es decir, en el bosque sobresale el árbol más alto o el que hace ruido al caer al suelo, el resto son solo parte del paisaje.
En algunas especies, ese instinto competitivo puede ser el propulsor de la selección natural que permite a los ejemplares más adaptados perpetuarse.
En nuestro caso, ese instinto se manifiesta claramente en las faenas deportivas tanto como en el manejo de los negocios, pero también se vuelve en opositor de nuestra propia supervivencia cuando inspira guerras y conflictos, solo por demostrar la superioridad de unos sobre otros.
Competimos, por primitivo que parezca. Es un motor que nos mueve siempre hacia delante. Lo que conviene es canalizar ese instinto hacia algo que sea útil y recordar que tener éxito y pisotear a las otras personas, son cosas diferentes.
Rafael León Hernández
Los seres humanos estamos en constante competición, sean asuntos importantes o superfluos: desde quién cuenta el mejor chiste, hasta el que conduce más rápido; desde el que tiene la casa más grande, hasta quién escupe más lejos. Si alguno presume tener un trabajo horrible, saldrá otro diciendo que el suyo es peor.
Estamos siempre pendientes de decir “eso no es nada”, para después introducir la historia que superará la de la persona que habló antes.
¿Para qué hacemos esto? me pregunto, sin llegar a una respuesta satisfactoria. ¿Será el animal que habita dentro de nosotros y debe superar a su adversario para comer más o lograr aparearse? ¿Será la envidia o el gusto por el reconocimiento? ¿Será el intento de dejar boquiabiertos a nuestros interlocutores, o simplemente la forma en que se nos enseñó a relacionarnos?
Me atrevo a sugerir que quizá lo que buscamos es dejar constancia de nosotros mismos. Cada vez que nos golpeamos el pecho con más fuerza, subimos una rama más alta, presumimos tener más cosas o las mayores miserias, lo que buscamos es recordarle al otro que estamos aquí y queremos ser tomados en cuenta.
Tal vez creemos, sin notarlo, que si estamos en el promedio (ni el más, ni el menos) las demás personas no se percatarán de nuestra existencia. Es decir, en el bosque sobresale el árbol más alto o el que hace ruido al caer al suelo, el resto son solo parte del paisaje.
En algunas especies, ese instinto competitivo puede ser el propulsor de la selección natural que permite a los ejemplares más adaptados perpetuarse.
En nuestro caso, ese instinto se manifiesta claramente en las faenas deportivas tanto como en el manejo de los negocios, pero también se vuelve en opositor de nuestra propia supervivencia cuando inspira guerras y conflictos, solo por demostrar la superioridad de unos sobre otros.
Competimos, por primitivo que parezca. Es un motor que nos mueve siempre hacia delante. Lo que conviene es canalizar ese instinto hacia algo que sea útil y recordar que tener éxito y pisotear a las otras personas, son cosas diferentes.
Rafael León Hernández