Pensar la función pública es pensar en servicio y pensar en hombres y mujeres que, como gran propósito, deben tener básicamente uno: el servicio intachable y de primera calidad a los ciudadanos.
Ahora bien, ese ideal se pide a todos, pero sobre todo, a algunos: a los que más mandan, a los jerarcas de más alto cuño.
Decía hace algunos años Alberto Cortéz que “mientras más arriba, más servidumbre”. Pues en la vida del servicio público esto se cumple y con creces. Al menos, así debería ser.
Pero hay otro elemento esencial. El alto funcionario debe ser líder, gerente social, servidor desde el poder. Elementos todos ellos que, a veces, desatan codicias que, lamentablemente, suscitan escándalos que ensucian un quehacer que debería estar siempre limpio para el bien de todos.
Hace poco leía un artículo de un docente de la Universidad de Costa Rica, el profesor Alvaro Navarro titulado “Liderazgo, poder y gerencia” y allí se definía el liderazgo como “el proceso dinámico de influir en los demás para seguir tras el logro de un objetivo común” y se ofrecía una lista de valores que, todo líder que desee influir positivamente en la cultura organizacional que le rodea, debe encarnar a diario en el ejercicio de sus funciones.
Esa lista mostraba la confianza, la visión, la fe, la pasión, la ética y la energía. No habrá de faltar tampoco en la enumeración el positivismo, la receptividad con comunicación, la estrategia clara, la flexibilidad, la capacidad de innovar y, finalmente, el ser agradecido.
Pero, al final, se agregaban dos valores más que Peter Drucker notaba en los altos jerarcas japoneses y que resultaban admirables: primero, que las altas responsabilidades no implican privilegios, todo lo contrario, nuevas exigencias y, además, que estar a la cabeza significa un deber extraordinario de coherencia o, si se desea, de integridad personal.
Obviamente, se trata de valores vividos y no solo pensados.
No hay duda de que si tuviéramos funcionarios públicos calcados a la medida de este ideal de vida las cosas en este país andarían mejor, la imagen de la función pública sería mucho más sana y el corazón cívico del costarricense estaría muchos menos herido por los escándalos y la perfidia de algunos que en vez de servir con integridad, se sirvieron vilmente de la cosa pública.
Pensar la función pública es pensar en servicio y pensar en hombres y mujeres que, como gran propósito, deben tener básicamente uno: el servicio intachable y de primera calidad a los ciudadanos.
Ahora bien, ese ideal se pide a todos, pero sobre todo, a algunos: a los que más mandan, a los jerarcas de más alto cuño.
Decía hace algunos años Alberto Cortéz que “mientras más arriba, más servidumbre”. Pues en la vida del servicio público esto se cumple y con creces. Al menos, así debería ser.
Pero hay otro elemento esencial. El alto funcionario debe ser líder, gerente social, servidor desde el poder. Elementos todos ellos que, a veces, desatan codicias que, lamentablemente, suscitan escándalos que ensucian un quehacer que debería estar siempre limpio para el bien de todos.
Hace poco leía un artículo de un docente de la Universidad de Costa Rica, el profesor Alvaro Navarro titulado “Liderazgo, poder y gerencia” y allí se definía el liderazgo como “el proceso dinámico de influir en los demás para seguir tras el logro de un objetivo común” y se ofrecía una lista de valores que, todo líder que desee influir positivamente en la cultura organizacional que le rodea, debe encarnar a diario en el ejercicio de sus funciones.
Esa lista mostraba la confianza, la visión, la fe, la pasión, la ética y la energía. No habrá de faltar tampoco en la enumeración el positivismo, la receptividad con comunicación, la estrategia clara, la flexibilidad, la capacidad de innovar y, finalmente, el ser agradecido.
Pero, al final, se agregaban dos valores más que Peter Drucker notaba en los altos jerarcas japoneses y que resultaban admirables: primero, que las altas responsabilidades no implican privilegios, todo lo contrario, nuevas exigencias y, además, que estar a la cabeza significa un deber extraordinario de coherencia o, si se desea, de integridad personal.
Obviamente, se trata de valores vividos y no solo pensados.
No hay duda de que si tuviéramos funcionarios públicos calcados a la medida de este ideal de vida las cosas en este país andarían mejor, la imagen de la función pública sería mucho más sana y el corazón cívico del costarricense estaría muchos menos herido por los escándalos y la perfidia de algunos que en vez de servir con integridad, se sirvieron vilmente de la cosa pública.