En su concepto tradicional, educar implica ayudar a otra persona a desarrollar al máximo sus facultades intelectuales y morales. Ello significa que quien proporciona educación a un tercero no se limita a transmitirle conocimientos o a iniciarlo en la práctica de un arte, un oficio o una profesión, sino que debe brindarle, fundamentalmente, una enseñanza humanista. Es decir, debe enseñarle a adoptar una conducta responsable ante la vida.
Esa ha sido, históricamente, la tarea o la misión de los padres de familia, considerados, con razón, los primeros educadores de sus hijos. No obstante, la enseñanza brindada en el hogar se prolonga luego en la escuela, pero siempre teniendo en cuenta que el educador no debe limitarse a desarrollar en el alumno capacidades intelectuales, sino que debe enseñarle también a hacerse moral y éticamente responsable de sus propios actos.
Ahora bien, en los últimos tiempos esa tarea de formar a los alumnos en la responsabilidad integral, es decir, intelectual, humanista y ética, se ha complicado por el embate de ciertas metodologías de enseñanza que tienden a imponer en una gran mayoría de centros de enseñanza conceptos y pautas que conducen al imperio de un desolador sistema educativo memorístico.
Desde la antigüedad se sostenía una enseñanza en donde al alumno, con la guía del mentor, se le invitaba a desarrollar el conocimiento por sí mismo, a estimular su deber ético y, por lo tanto, su sentido de responsabilidad individual y social.
Esa postura, desgraciadamente, muchos docentes la han considerado un grave riesgo para su misión educativa, pues ello implica establecer un diálogo y un fomento de pensamiento crítico en el aula a partir de la opinión de cada estudiante. Cuando, en realidad, para muchos es más fácil dictar una clase magistral y que el alumno, como un robot, escriba todo lo que el profesor dice para después, simplemente, repetirlo en un examen.
Desgraciadamente casi todo lo que reclama trabajo, esfuerzo, dedicación, cambio, adecuación y responsabilidad, ha ido generando, en muchos docentes, rechazos, quejas, protestas y apatía. Es decir, se ha debilitado la conciencia de los deberes y de los compromisos, a menudo considerados una carga injusta.
Es también cierto que, con frecuencia, los padres han contribuido directa o indirectamente a ese ablandamiento de las conductas. Pedir un comportamiento verosímilmente responsable al hijo o al alumno obliga al adulto a un procedimiento a la altura de sus exigencias, si no existe esa correspondencia de conductas, los padres pierden autoridad.
Este es un punto sobre el cual deben reflexionar severamente los mayores, tanto aquellos padres ausentes de sus compromisos quienes contribuyen a dar pésimos ejemplos respecto de lo que representa el ejercicio de la responsabilidad, como aquellos docentes quienes, por variedad de motivos como por ejemplo las aparentes incapacidades, dejan de cumplir su obligación cardinal de formadores frente a los alumnos.
A su vez, la falta de responsabilidad moral de los gobernantes repercute también en el comportamiento de los ciudadanos e incita a los jóvenes a conductas de escepticismo y de liberación de obligaciones.
En suma, como dijera Arnold Glasow, “uno de los principales objetivos de la educación debe ser ampliar las ventanas por las cuales vemos el mundo”, en este sentido la conducta responsable ante la vida demanda a nuestros jóvenes, a nuestros estudiantes, tantas veces reclamada, pero tantas veces violentada, demanda también firmeza, coherencia y compromiso por parte de todos aquellos quienes, de alguna u otra manera, tenemos en nuestras manos el educarlos dignamente.
En su concepto tradicional, educar implica ayudar a otra persona a desarrollar al máximo sus facultades intelectuales y morales. Ello significa que quien proporciona educación a un tercero no se limita a transmitirle conocimientos o a iniciarlo en la práctica de un arte, un oficio o una profesión, sino que debe brindarle, fundamentalmente, una enseñanza humanista. Es decir, debe enseñarle a adoptar una conducta responsable ante la vida.
Esa ha sido, históricamente, la tarea o la misión de los padres de familia, considerados, con razón, los primeros educadores de sus hijos. No obstante, la enseñanza brindada en el hogar se prolonga luego en la escuela, pero siempre teniendo en cuenta que el educador no debe limitarse a desarrollar en el alumno capacidades intelectuales, sino que debe enseñarle también a hacerse moral y éticamente responsable de sus propios actos.
Ahora bien, en los últimos tiempos esa tarea de formar a los alumnos en la responsabilidad integral, es decir, intelectual, humanista y ética, se ha complicado por el embate de ciertas metodologías de enseñanza que tienden a imponer en una gran mayoría de centros de enseñanza conceptos y pautas que conducen al imperio de un desolador sistema educativo memorístico.
Desde la antigüedad se sostenía una enseñanza en donde al alumno, con la guía del mentor, se le invitaba a desarrollar el conocimiento por sí mismo, a estimular su deber ético y, por lo tanto, su sentido de responsabilidad individual y social.
Esa postura, desgraciadamente, muchos docentes la han considerado un grave riesgo para su misión educativa, pues ello implica establecer un diálogo y un fomento de pensamiento crítico en el aula a partir de la opinión de cada estudiante. Cuando, en realidad, para muchos es más fácil dictar una clase magistral y que el alumno, como un robot, escriba todo lo que el profesor dice para después, simplemente, repetirlo en un examen.
Desgraciadamente casi todo lo que reclama trabajo, esfuerzo, dedicación, cambio, adecuación y responsabilidad, ha ido generando, en muchos docentes, rechazos, quejas, protestas y apatía. Es decir, se ha debilitado la conciencia de los deberes y de los compromisos, a menudo considerados una carga injusta.
Es también cierto que, con frecuencia, los padres han contribuido directa o indirectamente a ese ablandamiento de las conductas. Pedir un comportamiento verosímilmente responsable al hijo o al alumno obliga al adulto a un procedimiento a la altura de sus exigencias, si no existe esa correspondencia de conductas, los padres pierden autoridad.
Este es un punto sobre el cual deben reflexionar severamente los mayores, tanto aquellos padres ausentes de sus compromisos quienes contribuyen a dar pésimos ejemplos respecto de lo que representa el ejercicio de la responsabilidad, como aquellos docentes quienes, por variedad de motivos como por ejemplo las aparentes incapacidades, dejan de cumplir su obligación cardinal de formadores frente a los alumnos.
A su vez, la falta de responsabilidad moral de los gobernantes repercute también en el comportamiento de los ciudadanos e incita a los jóvenes a conductas de escepticismo y de liberación de obligaciones.
En suma, como dijera Arnold Glasow, “uno de los principales objetivos de la educación debe ser ampliar las ventanas por las cuales vemos el mundo”, en este sentido la conducta responsable ante la vida demanda a nuestros jóvenes, a nuestros estudiantes, tantas veces reclamada, pero tantas veces violentada, demanda también firmeza, coherencia y compromiso por parte de todos aquellos quienes, de alguna u otra manera, tenemos en nuestras manos el educarlos dignamente.