Miércoles, 01 Septiembre 2010 05:10

DESDE EL SURCO

Trabajé en el campo cuando era muy joven, tanto que incluso me temo que la palabra trabajar, para mi caso, sea un poco exagerada. Pero bueno, en algo ayudaba a mi papá y a mis hermanos mayores y al menos aprendí cómo era que se llevaban a cabo las labores básicas de nuestra agricultura: sembrar maíz, frijoles, café, caña, yuca, piña; limpiar a machete los sembradíos: las milpas, los frijolares, los cafetales, los cañales, los yucales, los piñales; coger el maíz –tapizcar como llaman algunos- arrancar frijoles, coger café, arrancar yuca, cortar piñas. (Nótese los diferentes verbos que se utilizan según el producto cosechado).
También aprendí con papá a cuidar las vacas: arrearlas de un potrero a otro, regarles cogollos de caña en el potrero y picarles vástagos de guineo para complementar el alimento de los pastos, sobre todo en verano; prepararles agua con miel de purga y algún concentrado; llevarlas al ordeño.
Con mamá aprendí a ordeñar. Recuerdo que amarrábamos la vaca a un árbol de guachipelín, cerca de la casa; después había que manearla, es decir, atar sus piernas cerca de las patas con un mecate corto para evitar que patearan al ordeñador o al recipiente donde se echaba la leche. Luego había que ir a traer al ternero que dormía en un pequeño encierro, soltarlo y arrimarlo a la ubre de la vaca para que lo estimulara y bajara la leche. Era necesario calcular el tiempo apropiado para esta maniobra pues si se dejaba más de la cuenta el ternero nos dejaba sin leche. Lo que seguía, apartar la cría de la ubre para proceder al ordeño, era asunto serio, sobre todo si se trataba ya de un mamulón de tres o más meses que no quería soltar la teta.
Mi papá fue boyero, un consumado boyero. Tuvo bueyes lindos, animales hermosos que él se esmeraba en atender bien para el trabajo y para lucirlos, porque le encantaba que la gente los admirara. Y ni qué decir de su esmero con las carretas, los yugos y el resto de aperos: las fajas, las testeras, los barzones, los chuzos. Con él aprendí los fundamentos del boyeo pero nunca llegué a practicarlo solo, aunque de vez en cuando me dejaba que llamara los bueyes –guiarlos yendo delante de ellos- o los arriara desde la carreta, después de haber entregado la carga de caña en el trapiche o de café en el recibidor, o de haber vaciado la leña en la galera.
En los últimos tres años, luego de jubilado después de casi cuarenta años como profesor, he regresado a poquitos al surco.
Es un trabajo muy duro. A las manos, desacostumbradas a esos menesteres, se les hacen ampollas por el roce con el espeque, la macana o el machete. El sol inclemente, la humedad que brota de la tierra. Los dolores musculares por el esfuerzo también desacostumbrado. Todo cuenta, todo pesa. Pero qué trabajo tan reparador. Después de unas horas uno está empapado de pies a cabeza, con el cuerpo adolorido pero rejuvenecido y el espíritu pleno de satisfacción. Después de unos meses de espera, llega la cosecha y se siente por dentro una emoción.
Brota entonces, desde el fondo del alma, una oración para dar gracias a Dios por la vida, por la salud y por esa tierra bendita que nos alimenta cada día.
Trabajé en el campo cuando era muy joven, tanto que incluso me temo que la palabra trabajar, para mi caso, sea un poco exagerada. Pero bueno, en algo ayudaba a mi papá y a mis hermanos mayores y al menos aprendí cómo era que se llevaban a cabo las labores básicas de nuestra agricultura: sembrar maíz, frijoles, café, caña, yuca, piña; limpiar a machete los sembradíos: las milpas, los frijolares, los cafetales, los cañales, los yucales, los piñales; coger el maíz –tapizcar como llaman algunos- arrancar frijoles, coger café, arrancar yuca, cortar piñas. (Nótese los diferentes verbos que se utilizan según el producto cosechado).
También aprendí con papá a cuidar las vacas: arrearlas de un potrero a otro, regarles cogollos de caña en el potrero y picarles vástagos de guineo para complementar el alimento de los pastos, sobre todo en verano; prepararles agua con miel de purga y algún concentrado; llevarlas al ordeño.
Con mamá aprendí a ordeñar. Recuerdo que amarrábamos la vaca a un árbol de guachipelín, cerca de la casa; después había que manearla, es decir, atar sus piernas cerca de las patas con un mecate corto para evitar que patearan al ordeñador o al recipiente donde se echaba la leche. Luego había que ir a traer al ternero que dormía en un pequeño encierro, soltarlo y arrimarlo a la ubre de la vaca para que lo estimulara y bajara la leche. Era necesario calcular el tiempo apropiado para esta maniobra pues si se dejaba más de la cuenta el ternero nos dejaba sin leche. Lo que seguía, apartar la cría de la ubre para proceder al ordeño, era asunto serio, sobre todo si se trataba ya de un mamulón de tres o más meses que no quería soltar la teta.
Mi papá fue boyero, un consumado boyero. Tuvo bueyes lindos, animales hermosos que él se esmeraba en atender bien para el trabajo y para lucirlos, porque le encantaba que la gente los admirara. Y ni qué decir de su esmero con las carretas, los yugos y el resto de aperos: las fajas, las testeras, los barzones, los chuzos. Con él aprendí los fundamentos del boyeo pero nunca llegué a practicarlo solo, aunque de vez en cuando me dejaba que llamara los bueyes –guiarlos yendo delante de ellos- o los arriara desde la carreta, después de haber entregado la carga de caña en el trapiche o de café en el recibidor, o de haber vaciado la leña en la galera.
En los últimos tres años, luego de jubilado después de casi cuarenta años como profesor, he regresado a poquitos al surco.
Es un trabajo muy duro. A las manos, desacostumbradas a esos menesteres, se les hacen ampollas por el roce con el espeque, la macana o el machete. El sol inclemente, la humedad que brota de la tierra. Los dolores musculares por el esfuerzo también desacostumbrado. Todo cuenta, todo pesa. Pero qué trabajo tan reparador. Después de unas horas uno está empapado de pies a cabeza, con el cuerpo adolorido pero rejuvenecido y el espíritu pleno de satisfacción. Después de unos meses de espera, llega la cosecha y se siente por dentro una emoción.
Brota entonces, desde el fondo del alma, una oración para dar gracias a Dios por la vida, por la salud y por esa tierra bendita que nos alimenta cada día.