Domingo, 27 Julio 2014 23:46

De gran maestros y de don Julio Rodríguez en particular.

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A lo largo de la vida se logra identificar, a menudo de manera decisiva, el significado de las diversas experiencias vividas en función de aprender. Yo he podido hacerlo de la mano de algunas personas que, en diversas circunstancias, han puesto en mi camino lo mejor de sí.

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Desde lo decisivo que me resultó el impacto de mi abuela Felicia de Lizano, hasta lo vital que resultó en mi ruta formativa la influencia de mi maestra de primaria, Margarita Guzmán, todas han sido experiencias fundamentales desde los primeros años de mi formación e incluso un poco mas allá.

Sobre esta ruta no logro explicarme lo que hoy resulto ser y mi modo de pensar sin el influjo constante y decisivo de un gran educador como Práxedes Gallego y, un poco mas adelante, ya en el marco de la facultad de derecho, el impacto personal y formativo de don Luis Paulino Mora.

Igualmente, pero en otro contexto, el Dr. Carlos Joaquín Alfaro me marcó de una manera excepcional por su manera de enseñar, su cuidado hasta el detalle en cada una de sus brillantes clases y la riqueza de cada una de las tertulias que, para suerte mía, tuve la ocasión de disfrutar en su despacho sobre los mas diversos temas teológicos y humanos.

Ciertamente no son muchos los encuentros con maestros que, una vez que se convierten en historia, me han dejado el sabor de haber aprendido mucho y de haber crecido efectivamente como persona.

Aparte de esas tertulias con el Padre Alfaro están las tutorías de horas pasadas en el programa de licenciatura en filosofía con don Guillermo Malavassi o las ricas conversaciones con don Víctor Brenes cuando coincidimos enseñando ética o bien, las breves conversaciones que teníamos entre clases con don Alberto Di Mare o con Mons. VittorinoGirardi en el marco de la vida académica de la UACA o de la ITAC respectivamente.

En esta línea de maestros, tertulias y aprendizaje del bueno, debo ubicar muchos momentos de café matutino compartidos, mi hermano Diego y yo, en las tertulias con don Julio Rodríguez Bolaños.

Compartir un café y unos cuantos grandes minutos con don Julio era de antología. Se aprendía, se descubría y surgía siempre la inquietud en torno a su gran preocupación: recuperar lo mejor de un país secuestrado por la mediocridad y sumido en una crisis antropológica realmente horrorosa que lo invadía e invade todo y, prácticamente, en todos los campos y actividades.

Tengo la sospecha de que don Julio Rodríguez deja una agujero que quedará mucho tiempo sin llenar en el pensamiento y en la actividad periodística de nuestro país. Tardaremos mucho en contemplar quién surja para ocupar, con mediana habilidad al menos, el lugar de este gran herediano que, al dejarnos recientemente, deja también una plaza llena de talento, profundidad, opinión fundada y una pluma exquisita que, gracias a Dios, nunca temió no resultar simpática a algunos.