Para el año 2008 aproximadamente 1400 millones de personas continúan viviendo en pobreza extrema a lo largo y ancho de los cinco continentes, esto es, uno de cada cuatro habitantes del planeta. Y ello ocurre a casi siete años de que, tal y como rezan los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio, se cumpla el plazo en el que, de manera un poco entre ingenua y osada, se suponía que se desterraría la miseria de la Tierra.
“Una promesa no alimenta” dice una frase publicitaria acuñada por la coordinadora de ONG’s de España al mirar cada día más lejano el momento en que el propósito fijado en el año 2000 llegue a cumplirse y más y más cercano el instante en que la pobreza sea tal que parezca capaz, incluso, de hacer desaparecer a quienes calladamente la padecen en ellos mismos y en los suyos.
Recientemente en la cumbre sobre la pobreza celebrada en Nueva York, el cardenal Rodríguez Madariaga recordaba los años de atraso que lleva la consecución de esos Objetivos. Y ello no es difícil de explicar cuando, de la mano de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo, se afirma la baja en los totales de las ayudas humanitarias en un 1% por parte de los países industrializados que conforman el llamado G-7 al mundo que padece hambre. Constatándose, de paso y de manera casi dramática, que se requerirían 150 mil millones de dólares anuales hasta el 2010 si es que alguien quisiera tomarse en serio, al menos por un instante, el ponerse al día para cumplir con los Objetivos del Milenio.
La presente crisis financiera ha servido a muchos como excusa y no han faltado ya los que hablan de posponer de una vez por todas el logro de los Objetivos del Milenio. Las palabras, en esa cumbre de la pobreza, del Presidente del gobierno español han servido de contrapeso a esas voces fatalistas o tal vez más bien comodonas que nunca faltan: “los países desarrollados, afirmó José Luis Rodríguez Zapatero, no pueden excusar el incumplimiento de sus obligaciones en la situación de los mercados”.
Efectivamente, las promesas no dan hartura. Este es tiempo de compromiso y no de excusas de cara a esos diez millones de niños que mueren año a año por culpa de enfermedades evitables y todas ellas consecuencia directa de la miseria. No es este un buen momento para posponer nada con respecto a Objetivos urgentes para tantos que padecen en medio de esa triste soledad tan propia de los desheredados de la tierra.
Desde nuestra realidad y recurriendo al lugar de Costa Rica en medio del concierto de las naciones, deberíamos por lo menos ser un país más proactivos con respecto a esta cruel situación. No pudiendo dar muchos dólares, sí podemos, en cambio, ser conciencia sensible, movilizadores de iniciativas y favorecedores de un nuevo escenario internacional que, más humano y capaz de la compasión, tal vez llegue algún día a parecerse un poquito a la civilización del amor que alguna vez soñara Pablo VI de feliz memoria.