Lunes, 22 Febrero 2010 18:00

Un matrimonio verdaderamente falso

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Llegué a la destartalada “cuartería”. Eran las 9 de la mañana. Entré por una lateral portezuela, hecha de latas herrumbradas. Lentamente, caminé por el obscuro zaguán hasta el final, donde vive Áleanor.

A todo lo largo de aquel pasaje, huele muy mal; a humedad, a comida en mal estado, a orines y excremento. Aguanto la respiración y espero con estoica paciencia a que alguien abra la puerta. Desde dentro alguien me grita, en creole: “un momento por favor”.

Quien habla, sin parar, abre la maltrecha puerta. Es Áleanor, un hombre joven pero que parece de mucho más edad; su piel es morena y cuelga de su esquelético cuerpo. Le faltan dos dientes y el resto son amarillentos. Sus gruesos labios están resecos. Sus grandes ojos están rodeados por negras sombras ojerosas; su pelo es de rasta, muy enmarañado y que semeja un nido de garza real. De piel morena le brotan diminutas manchas blancas. Usa un pantalón, cortado con tijera, de ruedos asimétricos y muy ajados. Su camisa, que alguna vez tuvo algunos dibujos de colores fuertes, está remangada en su otrora musculatura.

El cuarto, como una extensión del zaguán, huele a pestilencia. En el piso, junto a ropa sucia y otros objetos, hay varios libros en idioma francés, uno de los cuales alcanzo a leer su título: “Adiós”, dice el título.

Con su enredado español, mezclado con mucho creole, comenzamos a hablar respecto de su estadía en Costa Rica y de cómo, junto a su anterior compañera, Sussane, se vinieron de su natal Haití y lograron obtener la residencia costarricense.

Con no poca dificultad, me va relatando su historia, a la vez que un dejo de tristeza, amargura, resignación e ira va llevando su cabeza hacia abajo, que sostiene con sus manos en la frente y en no pocas veces seca alguna lágrima que se le escapa.

Por ello y no pudiendo separar mi sentimiento de solidaridad con aquel pobre hombre, trato de darle algún ánimo y, de repente, tiro la libreta de apuntes y saco la ley para aclararle dudas a Áleanor sobre eso que dice “hizo muy mal”, proseguida por la autoculpa:(“lo siento tanto”).

Recuerda que hace 5 años, recién arribando a Costa Rica, venían con la ilusión de una nueva vida. De antemano se había contactado con un “coyote”, cuyo nombre desea olvidar. Él los trajo por $500. Ya en suelo nacional, también los contactó con un abogado, con quien “hacia equipo”. Ese profesional se encargó de buscarles pareja tica a ambos; los casó por poder y les tramitó la residencia. Pagaron cada uno, $3000. Con ese dinero se fue todo lo que tenían de ahorro, pues ambos trabajaban de maestros en Haití y vendieron una propiedad en $5000 que tenían en su país.

Al quedarse sin un cinco, tuvieron que pedirles a los familiares de la isla que les prestaran dinero, mientras conseguían empleo aquí, “en lo que fuera” y tuvieron que mudarse del sencillo apartamento que alquilaban al cuartucho este.

Luego de un año en Costa Rica, Susanne quedó embarazada y nació un bello bebé. No obstante, la vida de Áleanor cambió para mal. Ella se empleó en un salón de belleza en San José y ahí conoció a un jamaiquino con quien se fue a vivir a Limón. A hurtadillas los abandonó, cuando el niño tenía 2 años.

Hoy la vida de Áleanor es peor que nunca; ya han pasado 5 años, desde que ingresó al país. Tiene un hijo que, aunque biológico no lo es registral y se apellida Miranda; nombre del falso “marido” de Susanne.

Áleanor está desempleado. Es chambero. Muy pobre. Pero por lo que más sufre es que el PANI le quitó a su hijo. Lo último que pasó lo puso en alerta. Fue cuando quiso matricular a su niño en una guardería donde la directora del centro le dijo: “¿Por qué dice que es su hijo si no lo es?”. Por más que le explicó lo sucedido le dijo que mejor se fuera porque no quería problemas “con la ley”.
Así que hoy Áleanor está mucho peor que cuando estaba en su Haití. Incluso, antes del terremoto pues vivía lejos de Puerto Príncipe. Su amor de muchos años lo dejó. Su hijo no es su hijo, registralmente. Vive en la miseria extrema y sólo cuenta con la poca ayuda económica que le envía un hermano suyo.

Más que nunca desea regresar a su país pero no tiene el dinero para eso ni puede irse sin su hijo.  Cree que sólo Susanne puede hacer eso pero, desde que lo dejó, no sabe dónde está.

Aunque Áleanor durante toda la entrevista disimuló su llanto, terminó a lágrima viva. Sólo me quedó reiterarle mi solidaridad, le dí un billete que portaba y me despedí, estrechando fuertemente su mano y con un golpecillo de hombro le dije, casi en silencio, “muchas gracias”.

Al enrumbarme hacia afuera, a la salida, la fetidez del zaguán olía a rosas comparado con lo que me había contado Áleanor. En realidad, da más asco quienes lucran con las necesidades de inmigrantes, como este bondadoso haitiano.

La impotencia de no poder hacer nada ha sido mi acompañante desde esa y otras historias de “matrimonios” falsos con los que muchos colegas han pisoteado la toga y el birrete por unas monedas de más. ¡Qué vergüenza!

Sin duda, Áleanor lo que menos necesita son más problemas y guardaré, bajo secreto profesional, mucho de lo que podría perjudicarle, legalmente.

Está claro y duele: lo justo e ilegal se estrecharon la mano en este y otros tantos casos, lo que es realmente inhumano.

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