Pocos inviernos como el del 2008, las precipitaciones de lluvia, a decir de los expertos, no se presentaban en décadas, los daños saltan a la vista con caminos y carreteras destruidas, viviendas anegadas, derrumbes y tantos males, derivados de la mano del hombre que invade los predios de la naturaleza, que soberana, pasa con frecuencia la dolorosa factura.
Históricamente, con excepción de la Región Atlántica donde el clima es mas seco, octubre se caracteriza por la intensidad de los aguaceros y el tiempo marca el ánimo de las personas, con las lluvias nos volvemos taciturnos, dados a la meditación, porque el agua nos torna estacionarios y en la quietud alza la mano el espíritu.
El advenimiento de noviembre, el penúltimo mes del año, marca la época de transición del invierno al verano, los vientos del norte nos sacuden el alma, con el frío que llega desde las tierras de norte del continente, que se tornan gélidas y mientras aquí el sol asoma con mayor fuerza, en esas latitudes irrumpen las heladas, cuyo frescor nos alcanza a manera de una gran nevera abierta.
En el campo se afirma que el límite del verano va de los linderos del 15 de noviembre, hasta el 15 de mayo, Día de San Isidro Labrador, cuando las tierras se disponen a ser sembradas, en este ciclo que marca el surtido de la despensa nutrida por valientes manos campesinas.
En noviembre los cafetales se llenan de gritos, los callejones se impregnan de vida, la recolecta del grano de oro es como maná que brota de las bandolas, acariciadas por manos de hombres, mujeres y niños, porque en la jornada de la cosecha todos tienen cabida.
Para los chiquillos de décadas atrás era tiempo de ríos y pozas, de juegos infantiles, que culminaban en tarde noches pobladas de celajes.
El fin de año se adivina a la vuelta de la esquina, noviembre es el puente en esta transición en una latitud marcada por dos estaciones, poco a poco nos quitamos de encima la modorra de la lluvia y nos colma la sensación festiva del verano.