En un interesante artículo publicado en la Página Quince de “La Nación” del 02 de marzo en curso, el señor Jacques Sagot, pone de manifiesto la importancia primordial de la pregunta, que en todas las épocas, el hombre se ha formulado, sobre la existencia de Dios y su relación con nuestro destino. Acertadamente la califica, no como una pregunta cualquiera, sino como La Pregunta por excelencia. La Pregunta con mayúscula. La ineludible, pues nunca ningún ser humano habrá dejado jamás de formulársela. Estando tan cerca la Semana Santa, en la que el mundo cristiano se prepara para celebrar, una vez más, la Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, nos ha parecido propicias unas breves reflexiones sobre el tema, que de antemano reconocemos, resulta inagotable para nuestra limitada inteligencia humana, y hasta el fin de los tiempos, habrá de dividir a los hombres. Para muchos-que en modo alguno podrían calificarse de ignorantes o superficiales-la existencia de Dios es un hecho evidente, que por lo tanto no necesita ni admite demostración alguna. Un psiquiatra judío, el Dr. Karl Stern, quien fue víctima del Holocausto y de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y que en 1943, viviendo en Canadá, se convirtió, junto con su esposa al catolicismo, al final de su libro autobiográfico “Pilar de Fuego”, inserta una carta que remitió a su hermano, maestro de escuela en un “kibutz”, en Israel, en la que expresa lo siguiente, respecto al tema que nos ocupa: “Hace algún tiempo calculaba un biólogo francés el tiempo que se necesitaría para que una fortuita combinación de átomos diera lugar a una molécula de proteína, por un proceso semejante al de tirar los dados, y hallaba que no sería suficiente el tiempo hipotético de la edad de la tierra. No se trata de formar un cerebro, se trata sólo de una molécula de proteína. No sé si el argumento es concluyente. Babette y yo quedamos plenamente convencidos de que el Universo no es resultado del acaso”. Y al final del capítulo agrega: “Por eso pienso que un verdadero hombre de ciencia ateo, si existe tal cosa, no puede dejar de experimentar serios conflictos interiores”.
En el mismo siglo XX, que ha visto como se extiende la incredulidad entre las masas y sus terribles consecuencias en el orden social, también ha visto como muchos, entre los mejores, han llegado no solo a postular la existencia de un Ser Supremo, como ya lo admitían los ideólogos de la Revolución Francesa, sino que, como Karl Stern, han llegado a adherirse a una Religión universal, pues les era necesario llenar, no solo sus inquietudes intelectuales, sino “religarse” con su prójimo y con el mundo entero, al reconocer que procedemos de una misma causa o, como enseña nuestra Religión, de un Padre común, lo que nos permite llamar hermanos al resto de los seres humanos. Para un espíritu alerta, cada cosa o suceso con el que tropezamos en nuestra existencia, es un dedo que señala “más allá” de nosotros, invitándonos a trascender el mundo del hábito y la rutina y a entrar en una realidad más auténtica y plena. Pero lamentablemente, muchos permanecen ciegos y sordos a esas llamadas y cuando son sacudidos por algún suceso inesperado, se dan prisa en rellenar las brechas abiertas en su ciudadela interior, para continuar sus egocéntricas existencias, en las que la única medida para orientar sus acciones, radica en su propio placer o conveniencia. Otros van más allá y pasan a un “antiteísmo” declarado, pretendiendo construir un humanismo que prescinda de Dios. Esta es la posición del existencialismo ateo, que estuvo tan en boga en Europa, en los años inmediatos a la segunda guerra mundial y aún pervive en la llamada “contracultura” de ciertos grupos “hippies”, que, ligada al consumo de drogas, tanto daño ha causado, especialmente en la juventud. Estos nihilistas predican un “Evangelio al revés”, según el cual los hombres serios, graves y trágicos estarían del lado del ateísmo, en tanto los creyentes son presentados como hipócritas y farsantes, que buscan refugio en Dios, para no enfrentar la dureza de la vida. Esto explica el resurgimiento de los llamados “cultos satánicos” y la proliferación de sacrílegos y blasfemos atentados a los templos católicos. Los amargos frutos de estas doctrinas están a la vista y la obligada brevedad de este comentario no permite extendernos sobre el tema. Lo único que hemos pretendido es suscitar en cada uno de los radioescuchas la necesidad y la responsabilidad de buscar, mediante el esfuerzo personal, la respuesta a la pregunta que planteó, con tanta claridad, el comentario del señor Sagot, al que me gustaría referirme posteriormente más en detalle. Este esfuerzo personal es necesario en nuestro tiempo, pues lamentablemente resulta imposible descubrir el cristianismo y la verdadera faz de la iglesia, simplemente contemplando a los actuales cristianos que han dado muestras en muchos casos de estar más interesados en las realidades mundanas, que en el mensaje trascendente que estamos obligados a transmitir. Si al menos uno de los radioescuchas, se sintiera llamado para emprender esa búsqueda, el mensaje que hemos pretendido transmitir, habría logrado su objetivo
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