De acuerdo con la antigua doctrina sobre la función “judicativa”, debe, quien la encarne, ser la “boca por la que habla la ley”: un mero subsumidor de la misma, no pudiendo ir más allá de la mera norma o principios aplicables, pues la “transgrediría”
Con esa forma de concebir la “administración de justicia”, que sería más una “administración de legalidad”, se pretende definir uno de los ejes principales de la judicatura: la independencia judicial que, paradójicamente, tira por los suelos al birrete y la toga pues hace del juez una simple y estereotipada figura a la que algunos llaman “asépticos” y otros, más cruelmente, “eunucos”.
La moderna doctrina, sin embargo, considera que el juez, en su función de “hacer justicia”, debe ser totalmente independiente, tanto externamente, de los políticos, gobernantes, legisladores y cualquier otro entre ajeno, así como internamente, como los jerarcas judiciales, (Magistrados, Consejo Superior, Consejo de la Judicatura y otros órganos), cuando éstos actúan en funciones administrativas. Y esa independencia significará que el juez al hacer justicia, decidirá racionalmente el caso en su conocimiento con la aplicación de la norma jurídica y el “espíritu” de ésta, que le da su sustento real, procurando encontrar la correcta solución, según su convicción, lo que resultará, además de legal, ante todo justa.
Con ello se concibe al juez como lo que es: un ser humano quien, pese a su alta investidura, tiene su propio bagaje de ideas, valores, pensamientos, sentimientos, actitudes y aptitudes y una concepción del mundo, temporal y espacial. Por ello, no es lo mismo un juez costarricense de hoy y uno de hace 100 años o uno de Costa Rica, hoy hace mucho y uno de Francia, El Congo o Nueva Zelandia.
Lo anterior si es acorde a la dignidad del juez, con sus errores, defectos y prejuicios, pero también con la debida formación en la materia jurídica y afines y con claros y firmes principios éticos y morales, intachable, que le hacen merecedor, ante el colectivo social, de absoluta confianza en sus sentencias.
Desde esta perspectiva se concibe al juez en su auténtica independencia de modo que en sus resoluciones sean realmente imparciales, consecuentes con un sistema democrático de derecho, de modo que no se le niegue su identidad, intimidad, raciocinio, inteligencia y perspectiva política del mundo en que actúa; en suma su condición de ser racional, con lo que se logrará un juez activo y participante en lo que debe ser su primigenia función: ser sujeto productor del derecho, al interpretarlo e integrarlo constantemente con la realidad circundante diaria.
Ahí está, precisamente, el quid de la cuestión: si el juez es verdaderamente independiente, interna y externamente, no tendrá que cubrirse con el falso ropaje de una “imparcialidad” mal entendida y sus decisiones, sin duda, serán acordes al régimen democrático, al que da sustento y mantenimiento en su indiscutible rol político y social. Será un juez libre y garante de una verdadera justicia.