La devaluación del valor de la vida es parte de nuestra realidad cotidiana, para algunos, mediante las noticias que nos traen los medios: “Joven profesional muere atropellado por conductor borracho”; “Hombre asesina a dos hermanos luego de disputa durante un encuentro de fútbol”. Para otros, por vivir directamente estos dramas que son como un canto a la muerte y a lo inhumano.
Pero esa devaluación del valor de la vida no se da solamente por la vía del crimen que acaba con la existencia física, también se pone en práctica mediante todas esas actividades o acciones que sin eliminar físicamente a las víctimas, sí termina con sus vidas en tanto les postra en lo subhumano impidiéndoles desarrollar un proyecto existencial y convivir dignamente con los demás.
En ese sentido, ninguna persona, empresa o actividad que de una u otra forma provoque la caída de otras personas en el abismo de la degeneración, podrá declararse libre de culpa de haber acabado con una o más vidas humanas.
Pensemos por un momento en todo el drama del alcoholismo que azota a nuestra sociedad. A propósito de esto permítanme contarles una historia vivida hace uso días en uno de nuestros pueblos, durante las fiestas patronales dedicadas a San José. Afuera del redondel de los toros, revueltos, están los puestos del bingo y del karaoke, y la venta de conos, pizza, globos, churros, cerveza, wisky y guaro. Dos mujeres y un hombre, sentados en un pretil, disfrutan de unas cervezas. Un niño de unos ocho años está junto a ellos disfrutando a su manera de todo aquel caos. De pronto sucede algo inaudito, una de las mujeres, que resultó ser la madre del pequeño, lo llama y le da a tomar de su cerveza. Dos, tres tragos, el niño se niega a seguir, hace un gesto de desagrado, se limpia la boca con la manga de su camisa de cuadros y se aleja unos pasos para continuar en lo suyo. Pero ya el mal está hecho y seguramente seguirá consolidándose en aquella alma inocente, impulsado por esa mujer que para su desdicha le tocó como madre.
Con distintos personajes, en ambientes parecidos o muy diferentes, se habrán construido las historias de esos conductores, de esos esposos y padres, de esos amigos, hermanos y hasta hijos convertidos en asesinos de peatones, ciclistas, esposas, amigos, hermanos, hijos y hasta madres. Con distintos personajes, en ambientes parecidos o muy diferentes se habrán construido las historias de esas pobres personas que yacen en aceras por fuera de las cantinas o en lujosas mansiones, totalmente esclavizadas por un vicio en cuya entronización habrán participado personas, empresas y actividades que arrastran la culpa de haber terminado con estas vidas.
Y por más golpes que se den en el pecho, por más campañas de bien social que patrocinen, por más ayudas comunales que brinden, por más que pretendan esconder su culpa con la excusa del profesionalismo, quienes hayan incitado, promovido o facilitado la caída de un niño o de un joven, de uno solo, en el vicio del licor, cargarán la culpa de esa muerte … una muerte tal vez peor que la de la desaparición física, la muerte de la dignidad y de la esperanza.