Como muchos han de saber, hace unos meses un informe de felicidad y satisfacción con la vida de la entidad británica The New Economics Foundation, consideró a Costa Rica como el país más feliz del mundo debido a la alta esperanza de vida al nacer y la satisfacción de los habitantes con su vida y con los recursos ecológicos.
Ahora bien, si se tomara como base aquello que señalara Aristóteles de que la felicidad consiste más bien en un tipo de vida basada en el ejercicio constante de lo más propio y excelente de los humanos, aquello que se alcanza mediante la prudencia y las virtudes del carácter, aquello que lo diferencia de los seres no humanos; es decir, la razón, entonces sería pertinente que, precisamente aplicáramos la razón, y nos preguntáramos si realmente podríamos conformarnos sólo con el hecho de que la felicidad sea medida por la expectativa de vida de un país y sus prácticas ecológicas.
No se trata de ensombrecer la designación, en hora buena el reconocimiento para Costa Rica, pero que esta declaración también nos sirva para comprender que para aspirar a esa felicidad se requiere también tener conciencia; es decir, pensar en nosotros y en nuestra responsabilidad social, en conocernos a nosotros y aceptarnos por lo que somos y no, solamente, por lo que tenemos.
Por lo tanto, se requiere que de manera constante y reflexiva tanto en el ámbito individual como social, asumamos, por ejemplo, la responsabilidad de ser amigables con el ambiente, de ser respetuosos con los adultos mayores y de ser cuidadosos con esos pequeños quienes están siendo educados por la televisión y el Internet.
Ser feliz también significa el darle la espalda a lo trivial, a las quejas sin fundamento, a la carencia de valores, a la obsesión enfermiza por el dinero y la posición social, con el propósito de darle paso a una civilización radicalmente diferente en donde volvamos a disfrutar, a plenitud, de una puesta de sol, del vuelo de los pájaros, de una calificación alta, de un árbol hermoso, de la elaboración de un buen platillo, de una bella danza, de la sonrisa de un niño, del saludo cordial de un extraño o del abrazo efusivo de alguna amistad.
Porque si en una gran mayoría de costarricenses primara la indiferencia como motivo de tranquilidad, la comodidad como motivo para la satisfacción, el simple entretenimiento como razón de gozo o la falta de empatía como factor para que se nos reconozca como el país más feliz del mundo, entonces, más bien, deberíamos preocuparnos ante esta designación pues representa una peligrosa manera de sumirnos en el conformismo.
Ojalá sí hagamos de Costa Rica el país más feliz del mundo, pero no solamente porque vivimos más, o porque estamos tranquilos con la situación existente, sino porque sí estamos concientes de que la felicidad constituye un profundo valor, y sí hemos comprendido que debe ser descubierta, comprendida e implantada mediante una gran dosis de seriedad, atención, reflexión y cuidado.
¡Tengámoslo presente!: el ser felices requiere, en especial, una mente extraordinariamente alerta, informada y racional, tal y como lo decía el poeta trágico griego Sófocles: “El saber es la parte más considerable de la felicidad”.
Sólo así esa consigna nacional del “pura vida” será, a la vez, una consigna de puro brío, perseverancia, compromiso y responsabilidad.