Domingo, 20 Julio 2008 18:00

LA PENÍNSULA DE NICOYA

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La pitoreta del ferry, ronqueta y potente, anuncia la partida y pronto el enorme monstruo comienza a moverse, pesadamente, con sus entrañas llenas de vehículos de diversos tamaños y colores, salas y salones, asientos, maletas y una gran cantidad de personas que a su vez cargan ilusiones, angustias, esperanzas, temores, tristezas y alegrías.

Estamos ante una de las actividades de transporte más antiguas, la navegación, la primera que permitió al ser humano desplazarse por largas distancias a través de ríos, lagos y mares.

Esta vez la vía es el Golfo de Nicoya, ancho, inmenso, hermoso, con sus aguas mañaneras todavía tranquilas, reflejando el celeste del cielo que se une, allá en el horizonte, con el verdor de nuestras montañas. Atrás va quedando Puntarenas, la Perla del Pacífico, cada vez más pequeña; y en cambio las islas comienzan a agrandarse ante los ojos asombrados de los pasajeros, sobre todo de quienes hacen por primera vez aquella travesía: San Lucas al frente, Caballo y Bejuco a la derecha, y a la izquierda un islote, como una especie de peñón surgido del mar cuya forma indefinida despierta la imaginación de los pasajeros que ven en ella toda clase de figuras, desde una iguana hasta un toro.

Se trata de la isla Guayabo, también se le conoce como isla Aves, nos informa uno de los miembros de la tripulación; y ciertamente lo de las aves tiene sentido, pues la "cola" del toro o de la iguana está conformada por una serie de rocas que en tamaño decreciente se van hundiendo en el mar y en las que descansa una gran cantidad de pájaros, irreconocibles a la distancia.

Poco a poco San Lucas queda atrás, como su historia, y en su lugar aparecen a la derecha unos islotes entre los que se destaca el Pan de azúcar, y al fondo la Península de Nicoya, nuestro destino, con sus poblaciones guanacastecas y puntarenenses hermanadas por sangre y costumbres, promotoras de parecidas tradiciones, unidas por las mismas necesidades e idénticos anhelos. La Península, con sus hoteles de lujo, sus playas hermosas y una actividad turística creciente que compite cada vez más con la ganadería extensiva imperante en la zona.
La Península con su agricultura en descenso, sus caminos sin puentes, sus pequeños pueblos de pescadores, su gente trabajadora y hospitalaria.

La Península cuyo territorio termina en la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco, hogar de cientos de especies de plantas y animales, un emporio de flora y fauna, el primer territorio nacional dedicado a la conservación, creado en 1963 gracias a la iniciativa de dos extranjeros Nicolás Wessberg, sueco y Karen Mogensen, danesa, pioneros de nuestros Parques Nacionales.

Y como un precioso dije que cuelga del territorio peninsular, la isla Cabo Blanco, santuario de aves marinas, punto de cambio entre el Golfo de Nicoya y la inmensidad del Océano Pacífico.