Como en elecciones anteriores, enero se convierte en el mes en donde la gran cantidad de declaraciones, discursos, promesas, anuncios, debates y estrategias de los respectivos partidos políticos hacen funcionar, a todo vapor, la maquinaria electoral.
También en este mes se confirma, además, que a pesar de la promesa de generar una campaña de altura, finalmente en las contiendas, y la actual no es la excepción, han importado menos lo que digan los candidatos que la intensidad de la propaganda mediática; es decir, los intereses que se juegan detrás de una sonrisa, una pose, una pieza musical o los lemas de campaña que cada uno de los candidatos proclama.
Pese a esto, decir que todos los aspirantes a la Presidencia de la República son iguales, que ninguno sirve para nada, que ninguno cumple con las características necesarias para gobernar, y que por ello no vale la pena votar, es hacerle un servicio a los que predican la indiferencia ideológica-política y, en última instancia, a un conformismo enfermizo que atenta contra la esencia democrática.
No es verdad que la única opción al alcance de los electores sea votar por una personalidad; es decir, por el candidato más simpático, mejor vestido, el que tenga una propaganda más atractiva o que salga más en los medios.
Sin duda esto influye, pero aún, por ejemplo, en la democracia estadounidense donde las diferencias de fondo muchas veces se ocultan bajo el velo de la defensa del sistema, hay temas importantes que distinguen a unos candidatos de otros, y hacen, de cada elección, un punto vital en la vida pública.
Bajo este contexto, en este mes de cruciales definiciones, se debe insistir en recordar que la prudencia, la tolerancia, la sensibilidad y la inteligencia política son condiciones indispensables para que la contienda electoral no sólo encuentre nuevas formas democráticas de operación, sino que alcance, verdaderamente, la mayoría de edad requerida para elegir el rumbo que la República ha de seguir para alcanzar los objetivos nacionales consignados en nuestra propia Constitución.
En definitiva, el cambio presidencial del dos mil diez se trata, más bien, de cómo se ha de concebir el lugar de Costa Rica en un mundo globalizado, el cual obliga a racionalizar esfuerzos y recursos más bien escasos, generar consensos, definir posturas, administrar conflictos y acordar nuestros desacuerdos con el fin de atacar los asuntos de mayor repercusión social como la desigualdad, la inseguridad, la educación de calidad o el desempleo.
El año nuevo, año de trasformación política por excelencia, debería arrancar con un real intento de los candidatos de ganarse el voto mediante un ético accionar que refuerce el panorama nacional, de no hacerse así, como mínimo, debe convertirse en una oportunidad para el electorado de ejercer una conciente participación que amplíe el horizonte democrático de nuestra Patria.
En este sentido, al celebrarse este siete de febrero un nuevo acontecimiento democrático, sería bueno recordar que sin un genuino sentimiento de unión nacional, sin un espíritu de diálogo, sin una búsqueda de consensos, sin una conciencia cívica y sin una aptitud de honrar la Patria, no hay pueblo que pueda reconocerse como Nación.
¡Costa Rica se merece, en definitiva, que ejerzamos un voto inteligente!